Berlín, el lugar de moda. La nueva meca de las ramas creativas, el meollo del cotarro. Un sitio donde pareciera que en cada esquina explotan bombas de cultura desperdigando ingenio a todos sus habitantes cual "tomatina" valenciana. Berlín. Gran lugar. Amigos y colegas la van eligiendo para hacer sus festivales y exposiciones, redactar el contenido de sus revistas y regalarse una mejor calidad de vida. Había que perderse más entre sus calles, en su realidad. Cualquiera que haya pasado por Berlín conoce la mezcla de orgullo y fatalismo con respecto al futuro que los berlineses sienten por su ciudad. Para eso Marcos Giralt es voz suficiente. Desde los tiempos inmediatos a la caída del muro, aquél gran acontecimiento que los de nuestra generación presenciamos con nuestros propios ojos como fenómeno mundial estandarte de libertad y avance democrático, se convirtió en un territorio sin ley donde casi todo el mundo se beneficiaba de algún subsidio y los espacios culturales alternativos, las galerías de arte y los clubes nocturnos nacían en cada esquina, los berlineses han vivido sabiendo y siendo conscientes que las cosas debían cambiar, temiendo al mismo tiempo que lo hicieran. Dos décadas después de la caída del muro y una después de que Berlín haya recuperado su pedestal como capital de alemania, las cosas ciertamente han variado, y mucho.
Antes de empezar, discúlpenme los berlineses, el megalómano proyecto de reconstrucción que viene despertando tanta atención pública, hubo que armonizar estructuras que se daban por duplicado y que en el caso del Este estaban en gran parte absolutamente obsoletas. Para hacer todo eso, lógicamente, hizo falta dinero a raudales, dedicación de muchísimo tiempo y lo más importante, el esfuerzo titánico de conciliar puntos de vista diversos, como la pregunta si una ciudad de poco más de tres millones de habitantes podía permitirse el lujo de mantener abiertas cuatro colosales óperas. La reunificación alemana ha sido, para desconocimiento del globo terráqueo mucho más difícil de lo que nunca se pensó y eso atañe también a Berlín. Me recordaba una frase de Baltasar Porcel cuando afirmaba en "La Vanguardia" del 7 de junio que el ser humano y los pueblos no son, sino que se hacen. El proyecto occidental de Carlomagno fué menos una planificación que una inteligente y decidida respuesta a los condicionantes que impusieron la circunstancia y las fronteras. Irremediable resulta ser que desmantelada la anticuada industria de la Alemania comunista, el motor económico de la Alemania unida sigue en el Oeste. Es igual de irremediable que muchos se pregunten con rencor en la nostalgia si no había nada verdaderamente aprovechable en el sistema de la RDA, si era necesario pulverizarla y engullirla como botín de guerra. La pregunta está en la cabeza y boca de los berlineses, porque al final es a todos los efectos una ciudad del Este y ha sufrido de las paradojas de la reunificación como ninguna. Endeudada señores hasta lo que ni Ustedes ni yo podemos imaginar, sin industria ni casi recursos propios, con una economía basada en los servicios, nuestra querida Berlín es la capital más pobre de Alemania y aquello no lo pueden ocultar ni las intervenciones urbanísticas con las que se han maquillado los grandes vacíos de las antigüas zonas fronterizas, ni las obras a cargo de admirados y megamediáticos arquitectos, ni la voluntad política. No se puede pretender querer tapar el sol con el dedo.
Me detengo frente a los edificios. El genio Girault, quien diseñó el Petit Palace y el Museo Real para Africa Central, paría una tendencia de la sensibilidad y los valores estéticos que por la Europa occidental motivaba a los artistas a ser protagonistas de sus propias obras, es decir, de obra a autorretrato: estrella sideral, desmoralizando aquella antaña vocación en donde el artista debía desaparecer tras su obra para que por ella misma brillara con luz propia. Era el inicio de un proceso que después de décadas, como hoy, resultara siendo un narcisista exhibicionismo en que los museos, al igual que los ministerios, edificios públicos y hasta puentes y plazas, son simples vehículos para llamar la atención por su grandilocuencia pasando olímpicamente sobre lo que deben exponer sus salones o la finalidad para lo que se suponía, eran construídos. Parecía lógico que en un principio, si el parlamento, la cancillería y los ministerios regresaban a Berlín a edificios aureáticos de resonancia estelar, las grandes empresas harían lo mismo. Error. En una década han sido muy pocas las que lo han hecho y no parece que el ritmo vaya a acelerarse. Aquí algún Estado debe dar una buena explicación. Para comprobarlo, como intima Mario Vargas Llosa, basta darse una vuelta por el Museo de las Primeras Artes y Civilizaciones de Quai Branly, en París. Se iba a llamar de las Artes Primitivas hasta que la corrección política frenara a tiempo aquella denominación "etnocentrista", por no decir racista. Con aquél museo señores, Jacques Chirac quiso eternizar su memoria, como Pompidou ya lo habí hecho con su centro para las artes y Mitterrand con su Biblioteca Nacional. Pero a Chirac el tiro le salió por la culata, porque el único personaje a quien realmente inmortalizó fue a Jean Nouvel, su creador.
Nouvel lo sabía, pero lo hizo bien y él mismo generó el cambiazo. Merecía premio. En Quai Branly se superó a él mismo en su marca personal, que va mucho más allá de la que aparece en otras de sus obras firmadas como el Instituto del Mundo Árabe de París, la torre Agbar de Barcelona o la ampliación del Reina Sofía en Madrid. Para lo que Nouvel hace y representa, su contenido es indiferente. Da igual, porque absorbe de tal modo al espectador que no le deja márgen de tiempo ni libertad para disfrutar de otra cosa que de la pedante representación que es el museo en sí mismo. Como dice Vargas Llosa, los buenos museos son como los buenos mayordomos: invisibles. Existen sólo para dar relieve, presencia y atractivo a lo que cuelga de sus muros, no para exhibirse así mismos y apabullar con su histrionismo a las obras que albergan. Sea Quizás Renzo Piano uno de los últimos grandes arquitectos que creen que los museos están al servicio de los cuadros y esculturas y no éstos al servicio del museo y sus progenitores. Volviendo a Berlín, ¿quién tiene la culpa?, ¿cuál de ellos que están creando la gran mentira?, porque... ¿es legítimo seguir endeudándola y gastando fondos federales y europeos por la ensoñación de que Alemania vuelva a contar con un capital y valor simbólico a la altura de su poderío?... están quienes reivindican que a la hora de construir la ciudad se primen los intereses de los ciudadanos y no los de los inversores privados a los que las auoridades han cedido terrenos públicos para levantar ologramas de dudosa valía. Ese plan, forjado por quién fuera durante quince años su arquitecto jefe, Hans Stimmann, a partir del concepto de "reconstrucción crítica" desarrollado por Josef Paul Kleihues para la exposición internacional de arquitectura de 1984-1987, ha rehecho Berlín sobre los planos anteriores a la segunda guerra mundial, como si ésta y la etapa comunista no hubieran existido jamás e imponiendo rígidas normas de edificación. Hoy en día hay cuatro debates abiertos en Berlín: la polémica sobre la demolición del palacio de la república; las dudas acerca del solar que ocupaba el histórico aeropuerto de Tempelhof; el proyecto Mediaspree, unos terrenos antes públicos a la orilla del Spree en los que una corporación de empresas se dispone a edificar; y el Neues Museum cuyas ruinas permanecieron abandonadas desde la guerra. Entre tanto, Berlín sigue construyéndose. Sea quizás necesaria señores una pausa, para que la ciudad se reencuentre consigo misma, se acomode y los berlineses que aún temen un futuro que nunca acaba de llegar, dejen de temerlo. Pienso en la infinidad de istmos culturales que se dan cita en aquella ciudad especial, con habitantes de todo el globo que se mueven hasta ese sitio para vivir la experiencia cosmopolita y multicultural, además de la racial y multilingüe: la ciudad. Josep Ramoneda es clarísimo. El filósofo francés Claude Lefort recogió en un ensayo sobre Europa como civilización urbana el concepto de la ciudad "como lugar de una humanidad particular". Curioso, que siglos más tarde Weber formulara la expresión "el aire de la ciudad hace libre"; que tomara verdadera forma como realidad incuestionable. Significa la disolución de los vínculos de dependencia personal, pero también la posibilidad de cambiar la propia condición a favor del trabajo, de la capacidad de iniciativa, de la educación o de la oportunidad. De ahí que Lefort opine que la unión política de Europa debería ser el producto de una civilización secular de carácter profundamente urbano. El gran proyecto europeo surgido del infierno de la guerra mundial se construyó sobre el tabú de la guerra civil. La gran premisa era que los europeos no volvieran a matarse entre ellos, pero los países que tienen su gran estrella en la bandera azul son viejos, arrastran demasiada memoria y marcas inscritas en sus cuerpos por las armas de sus vecinos como un tatuaje tribal. En ningún momento dejó de sentirse la tensión en el aire entre un singular proyecto de superación de desencuentros en una cancha de soberanía compartida y la carga histórica de los Estados-nación, un burdo invento de doscientos años que la propaganda intentó hacer eterno. La gente al final no iba a ser tan imbécil.
Durante la guerra fría Europa creció como un club selecto protegido por el paragüas nuclear. Luego aparecieron al camino la globalización y el hundimiento de los regímenes soviéticos. Ya no se trataba señores sólo del empuje político y moral del inicio del proyecto. Ahora irrumpía la necesidad económica, como en nuestros actuales días. Las dificultades no impidieron llegar a una insólita cesión de soberanía por parte de la mayoría de los Estados, como lo fué la renuncia a la moneda propia en favor de una moneda única, el polémico euro que a todo el mundo tanta falta le hace. Fué creciendo la confusión. Llega esta crisis inmensa publicitada con merchandising para despertar el mal discurso de las patrias. En tiempo de dificultades, ta tentación de escudarse en lo próximo y en los referentes tradicionales es siempre enorme. Vemos todos los días cómo le hechan mano sin prudencia, total, la economía está globalizada pero la experiencia de los ciudadanos sigue fundamentalmente siendo nacional y local. Nos podrían haber tratado como a un pueblo del interior, pero la crisis no lo permitió, no daba ni da tregua. El rechazo a la Constitución Europea por parte de Holanda y Francia acabó con la opereta diplomática de medias palabras y salía a la mesa el serio déficit democrático que sufre el continente, del que absolutamente nadie quería oír escuchar hablar. El orden de los tiempos fueron acertados. Los rimos, no. La incorporación de la ciudadanía se hizo tarde y mal, dándole la sensación de ser invitada a ratificar algo que se había cocinada a sus espaldas. Nadie nunca le preguntó nada. En estricto rigor y personal opinión, de mala clase. Lo pagó la Constitución. Desde entonces circula y se multiplica como una pandemia la sensación de estancamiento y retroceso con la doble impresión de mediocridad por falta de líderes comprometidos en primer lugar, y con los Estados-nación que se resisten y a su vez intentan con cada vez menos credibilidad tirar de las riendas del proceso. No me gustaría estar en su lugar.
No es misterio alguno para nadie que el proceso ha perdido eficiencia y de la mano se convierte en un lastre para dotar a Europa de una mínima identidad común. La coherente elección de presidente por sufragio universal directo sería un clave factor de integración política, pero un Presidente de la República o un Rey jamás estarán dispuestos a aceptar una autoridad democrática por encima de ellos. Las culturas nacionales son culturas blindadas y unitarias. Se basan en una presunta y extraña homogeneidad de los ciudadanos que pueblan los Estados; idea de comunidad, hoy, absurda y obsoleta en sociedad como las de Berlín o cualquier otra metrópolis cosmopolita que por su composición ya no pueden esconder su heterogeneidad. Las ciudades señores, son identidades abiertas frente a las naciones que son identidades blindadas, espacios donde extraños viven y conviven en estrecha proximidad. La alegría de saber que la seducción de la ciudad proviene de que la variedad y la diversidad es promesa segura de oportunidades. Hay que tener cuidado y ser más sabios, porque el fantasma de la incertidumbre generado por la globalización y la ideología fantasiosa del miedo amenaza a la ciudad con la fractura, y muy seriamente. Pero Europa, a pesar de todo, ha logrado mantener la intensidad de sus ciudades y ha tendido a asumir los conflictos en la medida de sus posibilidades, en factores de oportunidad.
Debemos ser conscientes que es en las ciudades donde ocurren los cambios, donde todavía es posible que el espacio público ejerza de centro de encuentro y contacto, tan indispensable y necesario para el reconocimiento mutuo, que al final señores y lejos de tanta política, es la base de cualquier forma de convivencia realmente posible entre seres humanos. Aquello debemos proteger con uñas y dientes, vengamos del área que sea, como asimismo asegurar y exigir la conexión entre sus vértices. La movilidad es un factor igual de clave para la construcción europea, que en este caso tiene un retraso irracional con respecto a norteamérica. Se trata de identidad mínima, muy similar a la que requiere la reconstrucción europea, sin necesidad de inclinarse ante ningún dios menor, sea patria, rey, religión de turno o cualquiera. Nunca más, ante nadie. Es la gran lección de nuestra querida Berlín. Por algo está de moda señores... porque es una ciudad. Ciudad de verdad. Larga vida.
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