Image::LA NACIÓN © BUENOS AIRES::
Hace dos días me fui de la
Argentina. Pasé menos de una semana en Buenos Aires para dictar una conferencia
en el Encuentro Latinoamericano de Diseño organizado por la Universidad dePalermo, ganadora reciente del primer premio en el ranking de las mejores escuelas
de diseño del mundo. Menudo honor hablar en sus aulas. Aproveché la oportunidad
para celebrar de paso diez años de carrera con una exposición en la soberbia
Fundación Cassará sobre la archi conocida Avenida de Mayo y al día siguiente un
almuerzo privado para compradores invitados, con las cúpulas de los edificios
Majestic y Barolo de testigos, envidia de cualquier inmueble parisino. Vamos,
que si de correr por las calles bonaerenses se trataba, lo mío una maratón a
pleno sudor, pero valió la pena, salió todo de lujo. En una ciudad impecable en
vísperas de elecciones generales, sirvió para volver a ver amigos, conocer a
sus familiares, nuevos novios, ex compañeros de la universidad, uno del colegio
y hasta me di el lujo de tener como asistente a una ex policía marplatense que
a la salida del bar Milion redujo a uno al pensar en atracarnos. Vamos, que
fueron días intensos, como antes, como siempre. Una pasada total.
Si bien Argentina no pasa por sus
mejores días, la capital no pierde su garbo, ni la ciudad ni su gente. Subirse
a un autobús un jueves por la noche es encontrarse con todos los pasajeros
vestidos de fiesta, rumbo a un sinnúmero de bares, restaurantes de
primera, clubs repletos y una vida
repleta de oferta cultural. Recién inaugurado, el Centro Cultural Kirchner se
esconde dentro del ex edificio de correos de unas dimensiones obscenas. Dentro
de galerías Pacífico, el Centro Cultural Borges abría sus puertas a dos nuevos
grandes nombres de las artes argentinas: Milo Lockett y Ricardo Crespo con una
obra pop muy solucionada. El Teatro Colón, frente a mi ventana de hotel, usaba
la noche para demostrar a todos su imponencia iluminándose para recibir a
Barenboim y Argerich. En el Ateneo, famosa por ser una de las librerías más
hermosas del orbe, no era tarea fácil moverse entre sus estanterías. Lleno a
reventar de compradores buscando la próxima novela perfecta, estaba idéntica a
la Avenida Santa Fé, con más y mejores tiendas, vitrinas pensadas y toda clase
de productos, llena de hombres guapísimos, mujeres despampanantes sobre tacones
imposibles y neones iluminándolo todo.
Buenos Aires era el lugar
perfecto en América Latina para hacer una exposición, y qué mejor que hacerlo
sobre sus techos. Terminada, fuimos a celebrar a otra terraza, la del Bar Milion, una mansión de tres plantas remodelada siguiendo un estilo tradicional,
de muebles de piel y madera pesados, decorado con las obras de los artistas
argentinos jóvenes de mayor renombre. Cuando al día siguiente te levantas con
una resaca de la hostia, vuelves a la vida almorzando en el histórico Club del Progreso, otra mansión, centro de la masonería y con todos los presidentes del
país como socios ilustres. No puedes salir de ahí sin sentirte una diva,
divismo que desaparece en instantes con una lluvia de tormenta y te lanza a una
carrera desenfrenada por las estrechas aceras del centro esquivando el agua,
puntas de paragüas, taxis poco cariñosos, baldosas rotas y charcos deseosos por
tus zapatos. Así llegas a Corrientes para encontrarte como en Times Square, lleno
de neones, teatros, librerías, gente y estrellas de la fama dedicadas a China Zorrilla, Mirtha Legrand, Susana Giménez o Moria Casán. Y es ahí cuando
levantas la cabeza de la estrella de Mirtha para encontrarte frente a frente
con el obelisco, esa joya insignia de Buenos Aires.
Mucho ha cambiado en la ciudad, y
a su vez, pocas cosas cambian. El caos porteño continúa, ese del que te querías
escapar a toda costa y que cuando ya no lo tienes, anhelas con vértigo. Regreso
una década después, pero en un tiempo distinto. Si de aquella ciudad escapé
tras el “Corralito”, que gatilló una serie de suicidios por la devaluación
tremenda de la que aún no puede salir, ahora regresaba por propia voluntad diez
años después, con una visión más universal, en un tiempo donde se esgrimen por
doquier como imperativo prioritario la bioética, la caridad mediática, acciones
humanitarias, la salvaguarda del medio ambiente, la moralización de los
negocios, de la política y de los medios, debates sobre el aborto, la
homosexualidad y el acoso sexual, cruzadas contra la droga y el tabaco, en una
sociedad mentalizada en la revitalización de los valores y el espíritu de
responsabilidad. Todo el mundo haciendo cosas, cosas buenas, muy buenas. Volvía
a una Argentina envuelta en el ciclo posmoderno de las democracias que repudian
la retórica del deber austero e integral consagrando los derechos individuales
a la autonomía, al deseo, a la felicidad. Frente a las amenazas del
neomoralismo, Buenos Aires respira una rehabilitación por la inteligencia menos
preocupada por las intenciones que por los resultados benéficos para el hombre,
una ciudad que exige el espíritu de responsabilidad y la búsqueda de
compromisos razonables respondiéndose, como siempre, a sí misma. Una ciudad
soberbia, que recuperó su garbo… una vez más: Buenos Aires. Fue un placer.
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