Imágen::DASH SNOW by MARIO SORRENTI::
El jueves recién pasado, por un raro impulso, algo me hizo comprar el periódico en un día donde normalmente no acostumbro consumir la prensa escrita. Pasando páginas llegué a la imágen de una cara familiar. Me alegró verla. Era Dash, Dash Snow, artista a quien mucha gente cuestionaba su talento. Alguna vez nos habíamos topado, y la verdad, no caía del todo bien. Pero eso no era un problema, lo suficientemente rebelde para hacer lo que le entrara en ganas sin importarle ni un ápice lo que los demás pensaran o dijeran de él. Sonreí cuando vi su foto, una vista aérea disparada por Dave Schubert, desnudo y dentro de una bañera cubierto por cientos de polaroids. Sabíamos todos que era su principal herramienta. El título me ensombreció y la sonrisa desapareció en un instante: “Muere joven y cotizarás mejor”. Dios santo... dije antes de devorar aquel artículo de la corresponsal afincada en la gran manzana Bárbara Celis, quien narraba el fallecimiento de Dash hace poco más de un mes gracias a una maldita sobredosis. Teníamos casi la misma edad, pertenecíamos ambos a la misma triste generacion 2.0. Muerto. Idéntico a Jim Morrison, Kurt Cobain o Jean-Michel Basquiat. La misma historia a esta misma edad maldita. “la ciudad, la ciudad te mató, fue ella” pensé en silencio sin despegar la vista de su fotografía. Tras un duro invierno internado en una clínica de rehabilitación y después de acabar el tratamiento, la reincidencia con su vieja y maldita amiga heroína se lo llevó. A otro más. Sin compasión. Lo asesinó.
Dash se había convertido en una estrella en Nueva York porque era un tipo brillante y porque tampoco era cualquier tipo. Basta mencionar que era sobrino de Uma Thurman y nieto del nada pobre mecenas del arte Christophe de Menil. Supongo que se entiende, porque ese mismo curriculum familiar no era un problema para que estuviese encerrado en un correccional de los trece a los quince años y no regresara nunca más al acristalado nido familiar. Dash. Fue mas allá. Transformó su propia depresión y su pasión por el sexo y las drogas en obra de arte, y lo hizo de una forma igual de brillante. Ilustró su vida a violentos disparos de Polaroids, graffitis en la vía pública bajo el pseudónimo de “Sace”, al mismo tiempo que obsesionado por la autoridad y el abuso de poder, a mi juicio, quizás para relegar aquel círculo de influencia en el que había crecido enjaulado, recortaba artículos de periódicos sobre agentes y policías corruptos, se masturbaba sobre ellos y luego los enmarcaba y metía en los fondos de colecciones de Saatchi. Voilá, Mr. Snow. Documentó junto a Dan Colen su famoso “Hamster’ s Nest”, proyecto donde se encerraban en la habitación de un hotel, despedazaban desnudos las páginas amarillas y metían en sus cuerpos por vía bucal o intravenosa estupefacientes hasta llegar al estado de locura de sentirse como ratas. La soberana experiencia de vivir como un roedor en sitios de paso que serían desinfectados al día siguiente; en una sensación efímera, transgresora y apocalíptica de total devastación. Dash no se iba con bromas, tampoco con pseudo-discursos. A Dash nadie le discutía. Era Dash.
Ahora estaba en un ataúd, en una caja de madera. Su galería, la Deitch Projects del Soho neoyorkino organizaba en diez días la muestra “Dash Snow 1981-2009”, reuniendo obras de amigos, artistas y admiradores anónimos con las del propio Dash, pariendo una morbosa aglomeración de imágenes y escritos que seducen la espectacularidad, muy a la neoyorkina, abriendo la exposición un tortuoso e interminable poema de Harmony Korine, con más circo a través de los disparos privados de Dash, Ryan McGinley y Colen, sus dos mejores amigos. El trío de los “Enfant Terribles” catapultados a la fama de la iconografía americana underground, considerados por New York Magazine como “los hijos de Warhol” en el dos mil siete por Ariel Levy. Volví no a Warhol, sino a Basquiat, a Jean-Michel. Conocía su historia no oficial; de los muros de la casa de mi mejor amigo Vincent González, cuelgan las fotos de su esposo, el Chef catalán Antonio Buendía junto a Jean-Michel, su gran amigo en su antaña época neoyorkina. Pensé en llamar a Antonio y preguntarle qué opinaba de la muerte de Dash, tan similar a la de Jean-Michel. Basquiat fué el mejor amigo de Warhol, y a Dash lo consideraban ahora su hijo. ¿Un círculo vicioso? Supongo que Antonio no diría nada, con su particular temple intimista e indescifrable. Quizás sólo movería la cabeza con gesto negativo y los labios amargamente apretados, como lo hace quien les escribe en este mismo instante.
Hace casi una década atras, siendo un crío estudiante de bellas artes, inexperto, arrogante y dueño de un carácter muy similar al de Dash, recibí mi primera oferta de la sacrosanta gran manzana. Una galería en el mismo Soho con segunda sede en Chelsea, ofrecía representar y comercializar mis obras, por entonces enormes lienzos y dibujos de colosales orgías explícitas. El contrato estaba en la casilla de correo electrónico a la espera de reenviarse con un ensoñado e ilusionado okey. Mi curadora en aquél entonces, Ana María Igualt, conociéndome, fué tajante: “Piénsalo dos veces”. Mis padres, ambos, se negaron rotundamente. Todos los artistas jóvenes que empezábamos a exponer en galerías, añorábamos como fin de vida llegar a Nueva York, la meca de nuestro circuito y convertirnos en grandes estrellas del blindado mundo del arte. Al mismo tiempo, todos conocíamos las leyendas y secretos a voces que llegaban desde la urbe americana. Nos atormentaba y hacía dar un paso atrás escuchar comentarios que muchas galerias cogían artistas, los instalaban en los pisos de sus sueños, los ponían a producir a niveles anormalmente rápidos y les daban lo que quisiesen, especialmente aquellas relacionadas con la adicción. Para ser más preciso y directo, los iban matando a la vez que les producían de forma rabiosa, sin descanso motivados por el brillo. Era Nueva York. No debiera espantar, es una buena inversión. Cualquier coleccionista, galerista, marchante o comprador sabe lo rentable que es una obra de artista muerto, más si fué adquirida con artista vivo. La cotización se dispara, y si la muerte es publicada en medios gracias al ensalzado del escándalo, mejor. Y si hay nombres connotados de por medio, simplemente fabuloso. Y me saca una sonrisa pensar en lo simplemente asqueroso. Y con más arte, dantesco. De ser un completo y absoluto mal nacido.
Dash era el prototipo ideal. Proveniente de una élite de cultura cosmopólita e intelectual, nieto de uno de los hombres más influyentes y poderosos del arte neoyorkino, la meca de la industria del coleccionismo. Para una galería tener a Dash era igual a blindarse y entrar de lleno a las grandes ligas. Y si esto no les bastase, sobrino de una de las leyendas vivas de la industria cinematográfica hollywoodense. Palo al gato. Había que cogerlo, mantenerlo, incentivarlo solidariamente a que continuase con sus fiestas de alcohol, drogas duras y libertinajes baratos dentro del mismísimo espacio expositivo, y fuera de él también, ponerlo de moda y una vez más, voilá. El resto ya él mismo lo haría solo. Una rara lógica me hace pensar que estaba militarmente pauteado. Luego de revisar una a una, con obsesiva detención cada fotografía del registro gráfico de la fiesta, los graffitis, los textos escritos en los cuatro muros... despues ver la exposición homenaje a su memoria, vuelvo a repetir, organizada en menos de dos semanas, y luego volver la vista a esa página completa de periódico con su fotografía inmensa, en un medio escrito oficial de distribución nacional completa y a la vez internacional, vuelvo a pensar en el Soho neoyorkino y su circuito. La muerte de Dash no se si habrá sido fichada como suicidio o asesinato, pero de lo que estoy seguro, es que más de uno ya debería estar sentado frente a un juez dando explicaciones. Prefiero las revistas. Ahí al menos damos la cara. Después de casi una década, doy gracias ser miembro de una asociación de artistas visuales y de una entidad de gestión de derechos. En la objetividad de cómo me abarrotan de correspondencia, protección de derechos y asistencia ante calamidades como ésta, abogados de por medio, zorros vigilantes de tus pasos y que publican manuales de buenas prácticas entre galerías y artistas, te dan una extraña y tranquila seguridad de que contigo, esos animales depredadores no se van a meter tan fácilmente. O al menos uno no se los va a permitir. Dash se convierte hoy en un ícono de nuestra generación 2.0, hijos de lo que sobró, y de la actual generación 0.0, hijos de la nada, se convierte en una verdadera rock star. Que Dash sirva de referente para ambas generaciones, la nuestra, referente en memoria de lo que nunca más debemos tolerar que vuelva a suceder. Se llevó la vida de otro hombre Señores, probablemente, por la fuerza de sus imágenes y su mirada, un hombre bueno. Un hombre muy bueno. Espero que al fin puedas descansar en paz querido Dash.
2 comentarios:
Fantástico texto, me quito el sombrero.
Y gracias por hablar de este artista..ojeando revistas internacionales lo vi varias veces pero no sabia quien era realmente, lo que pude deducir es que sería un personaje sacado de alguna de las tribus neoyorquinas!que estaban en el candelero..
Te mando un beso*
genial reflexión¡¡¡
great work¡¡¡ enhorabuena¡¡¡
Publicar un comentario