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2.8.09

OBITUARIO UNIVERSAL

Imágen::WAI LIN TSE PHOTOGRAPHER::

A mediados de la semana pasada, específicamente el miércoles, estaba contento. Yann Mermin, francés radicado en París, amigo y hombre excepcional debido a una cultivada y raramente notable bondad como muy pocas se ven en el diario recorrido, pasaba por estas tierras junto a un amigo. Sus pasos eran entre Barcelona y Sitges. Uno de sus mail, de un humor simple, sarcástico e igual de notable, me invitaba a pasar con él un par de días en aquella playa, por estos tiempos núcleo de movilidad estival. Partí sin pensar en más nada. Ahí, como gran regalo, juntos, conocimos a la estupenda fotógrafa alemana Anka Manshusen, gravitante entre el tercer y cuarto decenio quien nos abrió las puertas de su impoluto estudio y sus últimos disparos fotográficos, sencillas y a la vez monumentales poesías visuales que se entrometían en la naturaleza pasiva del mar, dueñas de una capacidad técnica que te sacaba una sonrisa y una pequeña, extraña y emocionante mariposa en el estómago. Ella y su trabajo me descolocaron de este mundo, más que por todo lo anterior, por la propia y elegante naturalidad con la que esa mujer inundaba su espacio y su mirada, con la clase y experiencia que otorgan veinte excepcionales y silenciosos años detrás de una lente. Fue un pro. Su trabajo quedó rondando con ímpetu, propio de una buena dama, de una noble dama.

Luego partimos a la playa, sol y más mar eran necesarios para ese par de días que había decidido por obstinación dedicárselos al ocio. A Yann como a mí, la experiencia nos paralizó. Ambos fuimos testigos de cómo un chico de menos de veinte años, una hora después de la magia de Manshusen, moría, prácticamente, a nuestro lado. En un momento una delgada socorrista salía del agua con un cuerpo a sus espaldas que depositó cuidadosamente sobre la arena, a pocos metros de nuestros ojos. En instantes aparecía de la nada otro, quien desesperadamente golpeaba con fuerza sobre el pecho del muchacho, con su boca tratando de sacar líquido salado de unos pulmones atestados y ya convalecientes. Pasaron instantes, incronometrables, cuando los paramédicos llegaron junto a la policía con tanques de oxígeno y la maleta que trae de vuelta a quienes por esas suertes del destino, ya están más cerca de dios. Los veraneantes, casi todos hombres, bronceados y musculados, miraban en silencio detrás de sus gafas de marca, consternados. Mi consternación era idéntica. Estaba a mi lado. Los esfuerzos fueron insuficientes, en vano. Un hombre cuyo uniforme salió de mi memoria, cubrió el cuerpo con un papel metalizado color oro y minutos después aquel paquete desapareció. ¿ Estás bien ? Me preguntó. “Creo que si”. Giré la vista al mar, de nuevo el mar. Pasaron los minutos con las pupilas atravesando como un cuchillo esa inmensa nada hasta que Yann cortó el trance. Intimó conmigo su historia en voz baja, la muerte de su padre cuando apenas era un niño. Los recuerdos de un padre que prácticamente nunca existió. Luego la confidencia que su amigo, con quien alquilaba el piso durante esa semana, era portador del VIH. Apreté la mandíbula con fuerza. Había que subirle el ánimo al asunto. La situación, inexplicable.
Por la noche cenamos los tres e hicimos una sesión fotográfica que contase la historia de la propia cena, partiendo por el quiebre de un huevo para la tortilla de patatas “a la francesa”, es decir, sin aceite. Francamente, con una sonrisa, dudaba del menú. Respecto a las imágenes, lo único que no se les permitiría omitir, sería la ausencia del color en su plena naturaleza, de la acción cotidiana y del buen arte de disfrutar de una sencilla gastronomía casera. Debía ser todo simple, excepcionalmente simple. ¿Ellos? felices. ¿Yo? aún más. ¿Las imágenes? aprobadas, por los tres. Ya en la mesa me propuse escuchar con atención a ese hombre, un hombre joven que seguramente se miraba cada día en el espejo cara a cara con su enfermedad, con un destino ortodoxamente pautado. Escucharlo fue otra experiencia. Su visión de la vida, de la sencilla y cotidiana, era tan amplia y sus palabras expresaban tal falta de miedo a la muerte y la decadencia psicológica y física, propias de ese endemoniado y siniestro mal, que las cosas que salían de su boca hacían reflexionar hasta qué punto nos durará el instante, el vital, y cuál era la forma en la que estábamos aprovechando el momento. La información que circulaba en la cabeza y la memoria era francamente excesiva. Como explicaba humildemente Xavier Guix en uno de sus últimos artículos, cuyas palabras reflejaban como otro espejo la experiencia en sí que estaba viviendo frente a ese hombre portador de una de las enfermedades más odiadas, temidas e incomprendidas de nuestra época, una surrealista y decadente época..
Cuando llegan las vacaciones señores, la mayoría solemos instalarnos en el tiempo simultáneo. Mandan las necesidades del momento y nada más. Se come cuando hay hambre y no cuando es su hora. Se vuelve de la playa cuando se está cansado y no porque toca. Se hace de menos o de más según las necesidades simplemente básicas, en un vivir muy cercano al ritmo de la naturaleza, o al ritmo de los acontecimientos, como en otroras épocas supuestamente primitivas. La pregunta era cómo aquello se empezaba a convertir en una cotidianeidad, al ser uno conciente de su propia y fechada desaparición de este mundo. Vivir la vida según el contrato firmado ya con la muerte. Era esa la cuestión, ese era el asunto, un tema de tiempo. Solamente, el tiempo. Tenía que ir más allá. Por un lado, pensaba en que tenemos una perspectiva de vida personal y laboral más o menos planificada. La gran totalidad de los seres humanos nos sometemos a un presente continuo, casi siempre en el mañana, en el futuro, pero a su vez, como un teatro de Molière, festejamos celebraciones de todo tipo que se repiten año tras año, siempre lo mismo como un eterno retorno que nos complace de estabilidad, porque ya sabemos de qué se trata, tenemos la seguridad aquella, ya dominamos la información de lo que existe, a mi juicio, cobarde. Cobardes. Pensé en que uno, triste y ordinario ser humano, éramos especialistas en llenar el tiempo, en querer rabiosamente amortizarlo, aprender a manipularlo a nuestro favor, estirándolo como un chicle barato para que encaje todo lo que queremos vivir. La conclusión era triste, mediocre. Mediocres. La mediocridad de terminar siendo esclavos del tiempo, dependientes de su paso inexorable y su cronometría perfecta. Me pareció humillantemente patético, de mala clase, de vulgo… vulgares. Para mí, por mi historia personal, la cobardía la entendía como el mayor de los defectos, como la más irrepresible y detestable vulgaridad.
Guix preguntaba qué ocurriría si simplemente nos regaláramos el tiempo, si nos regaláramos no hacer nada. Tiempo al tiempo, como dejar que las cosas ocurrieran, sin intervenir, sin voluntades, sin forzar nada, sin obligarse a nada, sin expectativas de nada. Dicho de otra forma, si aprovechásemos el tiempo para vaciar en lugar de seguir llenando. Sería hermoso sentirse que uno es tiempo y no que corre tras él. Tenía razón Guix, porque no hacer nada no significaba estar desactivado, sino todo lo contrario. Seguir el propio camino sin rendirle cuentas a nadie salvo a uno mismo, vivir aquel tiempo de estar conectados a nosotros mismos sin actividades ni distracciones que nos descentren en nuestra vida interior, darse el lujo inmenso de estar con uno y con los demás abiertamente, atentamente, pero sin esfuerzo. Ser un irrepresible, contrario a esas grandes masas que no se dan tregua alguna y viven contando las horas con tijeras dentro del estómago, proyectando lo que harán en los próximos sesenta minutos. No cambiar rutinas por otras, sino simplemente dejar ser quién uno es, cada día, con defectos y virtudes para no ser nada ni nadie. Convertirse uno mismo en tiempo. Usar la vieja y romántica historia americana del construirse a uno mismo, un principio que contiene el aspecto positivo del amor propio y el esfuerzo sin caer en el narcisismo, ese otro lado negativo que ha intoxicado la palabra libertad y que consiste en pensar que uno puede ir más allá de sus limitaciones, como un ave fénix.
Volví a Barcelona consternado. En el tren con la vista perdida, pensaba en los abuelos, los que hoy vemos en los bancos de las plazas o las abuelas que muestran sin tapujos su afición por la cultura y los viajes, los que cuidan a sus nietos, los que sostienen en gran parte nuestra economía. Ellos habían sufrido el hambre y eran sobrevivientes de una guerra civil, como en mi continente aquellas personas de idéntica edad, a sanguinarios golpes militares. O bien habían superado ese dolor o bien les había servido para ser más felices con la idea de la muerte próxima y venidera en sus conciencias, pero también de la muerte en sus pasados. A los grandes hombres y mujeres de la época pasada, que ahora van muriendo por ley de vida frente a mis ojos, les van llamando cariñosamente “locos”. ¿Locos por qué? ¿Locos por esa patología social que viene de hacer continuamente lo que a uno le entre en gana siendo consciente de los límites y ejerciendo a la vez una autocrítica para generar revoluciones bajo pleno dominio de la legalidad, como de sus roces con la ilegalidad? Todos los que tienen poder, poder bien ganado, acaban padeciendo esa locura, y ahora los iba viendo morir como creyentes de la bondad humana, que es la fe de los tontos. En mi muy particular opinión, locos eran y son otros señores, los que se acoplaban al facilismo de vivir en una sociedad híper diagnosticada e híper medicada, en un extraño mundo de enfermos imaginarios. Daba un paso importante para reflexionar la ventaja que tendría el verse como un enfermo para que prospere tanto socialmente esta medicalización de la existencia, en ese montruoso mundo que los ancianos y enfermos terminales, por opción propia, miraban con tanta belleza, donde en realidad su conjunto creía en la dicha perpetua de los anuncios televisivos, considerando que el inevitable malestar y desconsuelo de la vida sin guerras ni hambres salvo las interiores, era una dolencia que permitía abrigar la ingenua esperanza de curarse. Éramos peores que los niños. Peor de pedantes y caprichosos. Triste. Simplemente triste.
Ya en casa decidí revisar la prensa que había omitido la semana anterior por falta de tiempo. Sin embargo, el tema no me quería dejar en paz. Atención completa di al reportaje sobre Pina Baush, fallecida a la par de Michael Jackson cuyo deceso eclipsó la atención pública sobre esta mujer, una de las más grandes artistas de nuestra época. Bailarina, sus repeticiones en la danza no buscaban representar varias veces un movimiento dancístico, sino de reiterar gestos y pasos que forman parte de la rutina social de cada mortal hasta abrumar a la audiencia, mostrándole la feaciente manifestación de la locura, como aquel beso de un hombre a una mujer repetido hasta el absurdo o el continuo estrellamiento del cuerpo de la propia coreógrafa contra una de las paredes del escenario. Aquella mujer había dejado como legado la infatigable búsqueda de la voz de la conciencia, como bien describe la estupenda periodista Maricel Chavarría en el magazine de un medio escrito de circulación nacional, acompañada de imágenes capturadas de Bausch por la norteamericana Annie Leibovitz. Convirtió en danza todo gesto emocional y viceversa, demostró que la experiencia es baile. Cuando Bausch reedita la danza teatro da rienda suelta a mundos oníricos, fuesen de miedo, dolor o ternura, como asistir a una extraña y entrañable pesadilla.
“Café Müller”, de su autoría, fue un nuevo intento de la alemana por ahondar en la dificultad de amar y comunicarse, una expiación personal del sentimiento de culpa de esa generación post alemana bélica que rehusó indagar en el nazismo, de la que ella misma se sintió parte. Su modernidad y su capacidad de seguir influyendo señores, radicaron también en su decisión suicida de aniquilar la danza en su forma. Llamó danza a incontables cosas que jamás se habían considerado parte de ese lenguaje, porque todo lo que cuestionaba a la danza era a su vez danza para ella, a sabiendas que los valores de la modernidad y la transgresión han estado eternamente en la fortaleza de la deconstrucción, en ésta y todas las áreas del saber.
También la había visto morir, pero públicamente a través de los medios. Su éxito tan estelar sólo podía mantenerlo dando la impresión de que no le importaba en lo absoluto, fechando limitadas funciones en cada teatro y dejando a la mitad de su público en la calle. Desafiaba a la gente diciendo que el ser humano podía más de lo que creía que podía. Pedía el alma de sus súbditos, pero se la devolvía más rica de lo que la había recibido en sus manos, con mucha prudencia y pasión, decidiendo poco a poco el ir dejando que sucedieran las cosas sin saber a dónde la llevaban. Una actitud excepcional. La palabra era emoción, emoción por la vida, emoción por alimentar el difícil y a la vez fácil arte de la vida, en cada paso, en cada instante. No dudo que abandonó este mundo con mucha paz, adentro, en el corazón.
Cuando acabé con el reportaje, el silenció volvió con el peso de un cubo de acero. Pina Baush había muerto con honores bien merecidos, pero aquel chico, aquel veinteañero que un día antes había desaparecido de este mundo también, sin acabar su segunda década de vida, en bañador y cubierto de un papel metalizado, no lo hacía con los mismos honores, salvo quizás alguna nota menor en algún diario local. A ratos se me humedecían los ojos de la pura impotencia que volvía como un silencioso fantasma. Los recuerdos de tiempos pasados volvieron, aquellos relacionados con la muerte de forma idéntica, como si hubiesen sucedido ayer. A la misma edad de ese chico, había sido testigo del deceso de un amigo querido, un joven actor amateur que el VIH le arrancó la vida sin piedad, en una Latinoamérica que no contaba con los recursos para controlar la enfermedad. A su funeral no asistí. A él no le hubiese gustado que fuera, estoy seguro. Luego Israel, país cuyo ministerio de relaciones exteriores me había otorgado una beca de estudios para una residencia. Pasando recién de los veinte, miraba junto a la argentina Ariela Vain y la paraguaya Gabriela Casabianca desde el ático de nuestro edificio, cómo las bengalas del ejército destellaban y luego desaparecían sobre Kalkilia, la zona palestina más próxima a nuestro hogar, en Kfar Saba, en donde nuestro sueño era violado cada noche por un helicóptero del ejército que aterrizaba a diario en el descampado detrás del edificio. Había gente muriendo en ese lugar, lo sabíamos con certeza, pero nuestro rol era sólo de patéticos e impotentes observadores. Nosotros becarios y nuestro principal responsable el Gobierno. Nos llevaron a la Universidad Hebrea de Jerusalén, a su comedor de cuyo techo colgaban simpáticas cometas hechas de tela por los alumnos. Seis meses después, el comedor voló en pedazos por los aires dejando más de una decena de víctimas mortales, directamente, desmembrados, irreconocibles, inidentificables. Con otro lugar, el centro comercial de Kfar Saba, nuestra única entretención pública entre las fuertísimas medidas de seguridad, sucumbió también a los explosivos poco tiempo después. Podría haber sido yo, en ambos sitios, quien desapareciera de este mundo sin siquiera enterarme de qué había sucedido. El shock duró meses, pero necesitaba regresar, a toda costa, fuese como fuese.
Un año después, otra beca concedida por el país vecino me colocó tres meses en El Cairo. Recorrimos casi todo el país visitando proyectos sociales de extrema pobreza, y el único clima que se respiraba era el de la guerra. La Liga Árabe, el cuerpo diplomático y toda la población esperaban la entrada de las tropas a Irak. La embajada americana había sido clausurada de forma inaccesible en una superficie de tres cuadras a la redonda y el resto de las representaciones, reforzadas con el doble de personal militar en toda la zona diplomática. Partimos al canal de Suez para llegar a nuestro destino, Alejandría y visitar su fastuosa biblioteca. Ahí, en Suez, más de veinte personas presenciamos cómo los portaviones americanos desfilaban por el canal rumbo al océano para posicionar las tropas frente a Irak, con sus marines saludándonos con la mano como barbies, con la arrogancia de quién nos salvará la vida. “Hijo de puta mal nacido, poco hombre”, era lo único que se repetía en mi cabeza mientras observaba en silencio. De regreso en Cairo, una semana después desde la última planta de un hotel con vista al mismísimo Río Nilo, vimos por la televisión cómo empezaba la masacre. Vistas nocturnas de tonos verdes con los tanques avanzando como elefantes furiosos en manadas, escupiendo fuego. Las órdenes en cartas selladas llegaron de las embajadas al día siguiente, y eran claras. Si hay conflicto armado, o si llegaba a caer un solo misil en Egipto, donde fuese, debíamos abandonar el país en tiempo récord, todos los nacionales latinoamericanos y españoles, tirar bolsos dentro de los taxis e ir a nuestras embajadas, esperar al personal en Israel que llegaría por vía terrestre para ser evacuados de una posible zona de guerra. Los aviones militares ya estaban preparados en el aeropuerto a la espera de instrucciones. Me negué rotundamente, la respuesta fue que terminaría mi beca, con guerra o sin ella. A esas alturas la beca, honestamente y disculpando la expresión, me la sudaba. No me perdería aquello, así tuviese que permanecer en un búnker con mascarilla encerrado el tiempo que fuese necesario. Finalmente no sucedió, el territorio egipcio quedó a salvo de los coletazos de la ocupación. Acabamos nuestra residencia con diplomas y honores, yo mismo conté con la presencia de mi cónsul, Renan Ballas y su mujer Lucy, con quien nos guiñábamos los ojos. Las partidas de pocker en su casa, a putiadas limpias de parte de Lucy a Renán porque me ganaba las partidas sin compasión ante mi inexperiencia en aquel juego de azar, habían sido monumentalmente graciosas. Había sido partícipe. Estaba orgulloso de haberlo vivido, aquel hecho mundial había sido parte de mi vida. Determinante y conmovedor.

La memoria se trasladó a Argentina, a la gran Buenos Aires donde dos años después estudiaba la carrera de Bellas Artes. En un país azotado por la quiebra económica total, donde debíamos hacer filas eternas en los bancos para cambiar los “patacones“, billetes en cuyo centro rezaba “Esto es un patacón, tiene validez exacta a la moneda”, es decir, dinero de juguete, por dinero real. Inmediatamente se hizo presente aquél campo en las cercanías de la capital, el caballo de polo indomable de la artista María del Carmen Pumar, que en una carrera por camino de tierra con el también artista Jean Paul Jesses, arrastró por cien metros mi brazo, mi pierna y mi cabeza dejándome heridas a piel y sangre viva, mientras luchaba por librarme del estribo que amarraba mi pie, al mismo tiempo que esquivaba el otro estribo metálico que azotaba mis costillas y mi cabeza provocando más hematomas. Recuerdo entre las lagunas mentales y los desmayos, solo, en la habitación de estudiante, cómo apareció mi madre. Había cogido el avión el mismo día al saber que el médico de emergencias advertía de posible e irreparable daño neuronal. Tampoco sucedió nada. Después de eso, lo anterior, y de saber que había nacido en una dictadura militar, que masacró miles de personas en estadios, torturó otro tanto en casas de barrio y se deshizo de otro tanto lanzándolos desde helicópteros al medio del mar… el mar. Sin saber como niño que si salía de casa después de medianoche durante los toques de queda, ganaría un buen balazo en la nuca, la muerte, con aquel historial, simplemente señores ya no se puede entender con temor, es imposible, es inviable. La decisión por osmosis, que salía por los poros con irremediable tozudez, era la de caminar por la vida con otra perspectiva sobre la muerte. Le había perdido el miedo, sencillamente, porque inconscientemente ya estaba entrenado para enfrentarla a la cara mirándola directa y profundamente a los ojos. En ese punto, a tan corta edad, la opción es casi única. Disfrutar la vida, estrujarla, avasallarla sin consentimientos. A ese chico, que vimos morir a nuestro lado siendo apenas un crío, le arrebataron la posibilidad de vivir. A nosotros también nos la pueden arrebatar, en un solo instante. Es de lo único que estoy seguro, de la muerte que tarde o temprano llegará. No permitan señores, que les arrebaten la posibilidad de vivir, con pasión, con emoción, como la Baush o esos cientos de miles de ancianos anónimos que ríen al ver un recién nacido. Al menos yo, con la mía, no lo permití, ni lo permito, ni lo permitiré. Es la lucha diaria y créanme, se vive mejor, se ríe uno más, como una elegante película de Klapish, un diario fotográfico de Vauthier o una rotunda melodía de Thiersen. El resto es sólo decoración. Creo que era el mensaje que la lección del mar necesitaba transmitirme. Se lo agradezco de todo corazón, hasta el día en que deje de latir. Gracias también a ese crío, abandonó este mundo regalándome la lucidez de que mi propia locura, no estaba del todo mal. Ha sido el mejor regalo de mi vida. Muchísimas gracias.

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