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20.7.09

LA REFORMA DE KERMIT


Imágen::MAKE THE BAD MAN STOP::



A inicios del mes pasado en París llovía. En sus estructuras e instituciones también. La crisis y las reformas van pasando factura a las élites y los poderes normativos como una pelea de “muppets” con afiladísimas y bien cuidadas garras dentro de la Escuela Nacional de Administración… desgarrándolo todo en mi opinión, para bien. Seguro que Kermit Frog, más conocido en nuestra tierra como la fabulosa rana René, subiría y bajaría la cabeza con sus brazos cruzados y su siempre grande y verde sonrisa. La globalización va consiguiendo que los chinos coman más carne y que a nosotros en Europa no nos quede más remedio que comer más arroz. Los editores y editoras de las revistas de moda son rotundos al afirmar que no ven con buenos ojos vestidos de más de veinticinco mil euros en la actual situación, las parisinas se quitan sus piedras y metales preciosos de cuellos y muñecas para guardarlos en las cajas fuertes de los bancos hasta nuevo aviso y la ropa nueva de la temporada pasada se convierte en el canal menos ofensivo de estrenar este año, como si la moderación pareciese querer imponerse como el nuevo modelo de consumo. Sin embargo, como nos cuenta David Reibstein, el fatalismo que rodea la caída del consumo, en ésta y todas las recesiones es el resultado de una distorsión de la percepción del público, que se da en ambos extremos del ciclo económico, tanto al salir del alcista como del bajista.


En el clímax del alto todo el mundo cree que seguirá así para siempre, aunque como está sucediendo ahora, comprobemos que nunca es así. Asimismo, a lo largo del bajista la opinión generalizada es que el mundo nunca volverá a ser lo que era. Parece una trilla de caballos, porque será cosa que ni bien los shocks iniciales a los que se ha expuesto la economía sean absorbidos, paso a paso, con cautela, para que el ciudadano nos vuelva a demostrar lo complicado que es dejar de consumir. Es cosa de dos más dos son cuatro. ¿En qué punto sucedió? Me pregunto, ¿Qué pasó? Si el 11 de septiembre del año dos mil uno cambiaron las relaciones de Estados Unidos con Europa, las manifestaciones de apoyo se sucedieron en el viejo continente lo que llevaría a analistas norteamericanos y europeos a anunciar que se habían borrado las diferencias puestas de manifiesto desde el final de la guerra fría, cuando desapareció el enemigo común. Pero en aquella época nadie se lo creyó, porque el modo de entender cómo debe funcionar el mundo reabrió la fosa atlántica, Bush se aferró al unilateralismo y Europa, como un pigmeo militar se refugió en el multilateralismo.


Por aquel entonces ya se respiraba un ambiente raro, un aire viciado parecido al que se respira dentro de los centros comerciales. Estados Unidos y Europa comparten muchos valores, pero las divergencias son también notables. Algunas de estas diferencias crecen, bien explicado por Xavier Batalla, como el desacuerdo sobre la pena de muerte y el lugar de la religión en la vida pública. Pero hay otros desacuerdos que se suponía podían superarse con la llegada de Barack Obama a la casa blanca, como es el caso de la política exterior. Nosotros queríamos darnos una política exterior común basada en la extensión de las libertades, los derechos humanos y un concepto de seguridad amplio y no sólo referido a lo militar. Por supuesto, esta posición chocó con un incapaz Bush, pero aún así, ya fuera del gabinete oval, no parece que sea lo opuesto a lo que propone Obama. El nuevo gobernante norteamericano se ha distanciado de su antecesor en cuanto al cambio climático, Afganistán, Irak e Irán, pero las divergencias continúan existiendo entre europeos y americanos, porque sus intereses no son los mismos, o al menos eso se desprende desde la lógica más pura y dura.


Sin embargo, aunque Europa parece mucho más atlantista con Brown, Sarkozy, Merkel y Zapatero, las relaciones con suelo norteamericano han mejorado una vez desaparecido Bush, las diferencias continúan existiendo. No hago una revelación, aquello lo sabe cualquiera. Aquél espantoso día en donde el planeta entero vió derrumbarse las torres emblema del neoliberalismo con aviones de compañías de su propia tierra, Francis Fukuyama escribiría con mucho tino: “la cuestión es saber si Occidente es un concepto verdaderamente coherente” y ahora el ex primer ministro Édouard Balladur apuesta por “una verdadera unión occidental entre las dos orillas del océano”, a la que se refiere como el gran desafío para el próximo nuevo siglo, en un mundo que parece escaparse cada vez más de occidente. Suponen que uno de los grandes asuntos estratégicos del siglo XXI será si en un mundo global habrá dos occidentes, a diferencia de la guerra fría, cuando se decía que habría tres mundos y un único Occidente. De lo que parecen si olvidarse todos estos connotados señores, es que el mundo es más grande y existe una Latinoamérica, una Asia, una Africa, un Medio Oriente y una Oceanía, a quienes ambas potencias siguen mirando en menos y quienes quizás, por esas cosas del destino, terminen pegándoles una buena y merecida bofetada. Parece que ahora lo vieran, porque sus teorías se desmontan, y sus Gobiernos son expulsados por la incapacidad de parar monstruosas tasas de desempleo y mantener a flota su Producto Interno Bruto. El mundo no era sólo un salón con una gran mesa de caoba y vinos de dos centurias, ni tampoco podían ser tan pedantemente ignorantes de pretender gobernarnos desde ahí, como quien juega al monopolio tirando dados y comprando países, comprando sociedades completas con un buen Chardonnay en la mano. Todo se devuelve, dicen.


Nosotros, la población, debemos ser consciente de ello, y en ese sentido Edmund Phelps, premio Nobel de Economía es certero. Este caballero señores, egresado de la universidad de Yale y actual profesor de la universidad de Columbia, nos lo dice de forma sistemática taza de café en mano. Phelps ve la posibilidad de un período largo de depresión suave, en parte porque el dinamismo de la economía norteamericana ya estaba en fase de declive antes de la crisis y ahora las empresas de capital riesgo quieren y exigen que se les devuelva el capital. No hay duda de que el sector financiero corre riesgos y apuesta por sus ideas más innovadoras, pues la economía se expone a un abrumador exceso de especulación. Incluso si adoptamos las reformas es como un tobogán, como quien dice parque de atracciones con juegos mecánicos. Pero Phelps acierta, comparto su visión de que merece la pena, porque la innovación, la novedad, la diversión, la pasión de resolver problemas y la exploración, eso es la vida. A su vez Roman Frydman plantea que no hace falta saber exactamente cuándo un auge especulativo se convierte en burbuja. Aunque uno no lo sabe con seguridad, hay un momento en que es obvio por los precios que se alcanzan, y entonces, es aquel punto cuando un Gobierno tiene la obligación de intervenir. Es cuestión de improvisación. Después de tantos años en los que pensábamos que la política monetaria tenía que ser científica y fría, estamos todos llegando a la conclusión de que debería ser justamente lo contrario: una cuestión de intuición.


Pienso en cómo toca a mi área, a la innovación. La chispa de innovación que puso a Estados Unidos sobre un pedestal de mármol y que perdió prácticamente de la noche a la mañana, es poco probable que pueda resurgir en los países asiáticos, porque aún no han llegado a una fase en la que puedan regenerar innovación. Los países que dependen de las exportaciones suelen ser sitios aburridos. No hay nuevas ideas, no hay inversión, sino copian. En Europa va sucediendo con muchos países de ésta forma, porque tienen superávit comercial y baja inversión tecnológica. Eso es un peligro. Para evitar un colapso general es necesario dar pasos hacia una reestructuración del sector financiero, como ahora dicen todos y la prensa publica en grandes títulos, quizás para volver a ganarse la confianza perdida de los lectores que se aburrieron de escuchar de la crisis con quien no tuvieron moderación ni respeto, mediante la creación de una nueva clase de banco que estuviese dedicado a cumplir con las necesidades financieras reales del sector industrial. Eso, aunque no lo crean señores, existía en el pasado. Deutsche Bank en el siglo XIX en Alemania y en el Reino Unido los Merchant banks hacían lo mismo. Empezaron como negocios de exportación pero luego se dieron cuenta de que no había mucha rentabilidad en aquello, por lo que optaron por financiar directamente inversión industrial a largo plazo e incluso en innovación. El Deutsche financiaba ingeniería eléctrica y facilitaba créditos a Edison, por nombrar un simple ejemplo. Ese señores es el modelo, el primero que debería aplicarse, porque es lo que de verdad necesitamos, sin ningún político por medio. La forma de ir adelante es dejar de subvencionar hipotecas y agricultura y todo lo relacionado con intereses especiales para poner de una vez por todas a las empresas productivas en un entorno competitivo.


Hablan algunos señores del famoso plan de estímulos, pero nos debería preocupar tremendamente el coste gigantesco que requiere, y aún preocuparnos más si la infraestructura y otros programas siguen año a año conforme la tasa de paro se mantiene elevada. Error, sencillamente porque aquello efectivamente excluiría inversión emprendedora. Si la deuda pública del mundo sigue en alza, vamos a ver subidas de tipos de interés a escala mundial y perderemos tanto en inversión privada como lo que ganamos en inversión pública. Y la deuda pública seguirá aumentando meteóricamente con un déficit fiscal igual de meteórico. Por cómo lo están haciendo, no nos debería extrañar que habrá un aumento de impuestos y eso provocará una contracción del consumo mientras sube la parte del Producto Interno Bruto correspondiente al Estado. Si eso ocurre, habrá menos innovación, y no lo podemos permitir, porque lo que hacen bien las empresas es inventar nuevos juguetes para los consumidores, y si el consumidor está en una situación más austera, entonces los beneficios para emprendedores serán cada vez más escasos.


Vuelvo a Norteamérica, porque cuando Roosevelt hizo el “new deal” en los años treinta, la expansión del Estado no marcó el final del capitalismo innovador, sino que le dio un impulso, y aquello es una cosa verdaderamente compleja. Es cierto que durante un período de problemas económicos terribles, aún había gente sacando nuevas innovaciones y empresas estaban innovando en medio de la bulla, pero la formación bruta de capital, es decir, didácticamente, lo que se gastaba en inversiones, realmente estaba muy baja en aquel decenio, innovaban menos que en los años veinte, que fue la gran década de la innovación americana. En los treinta las empresas aprovecharon y adoptaron las innovaciones de los veinte, por eso hubo enormes aumentos en la productividad, porque se usaron innovaciones heredadas, misma razón que explica el por qué fue tan difícil que el empleo se recuperase. Obama está apostando y catalizando a su país por las tecnologías verdes, pero es poco probable que funcionen, porque están usando el nombre de Schumpeter para decir que las nuevas tecnologías desencadenan innovación comercial, pero olvidan que el mismo Schumpeter insistía en que sin emprendedores no habría jamás innovación. La mayor parte de la innovación señores viene de la experimentación a diario por parte de investigadores, probando productos. El tema es que quizás esta experimentación no vaya a ser estimulada por nuevas tecnologías como las medioambientales, sumado a que seguramente la presencia de los Gobiernos creará barreras de entrada para emprendedores. La opinión general que tratan de meternos en la cabeza a la fuerza, de la impresión de que necesitamos desesperadamente que el Estado nos saque de esta crisis, pero la innovación en una economía capitalista puede ser dañada por un Estado demasiado grande, y esa es la paradoja, porque quizás al final de todo esto puede que nos arrepintamos de elegir ese camino. Cuál es la primera palabra que se me viene a la cabeza: miedo.


El miedo al futuro es un fantasma capaz de hacer caer la Bolsa en picada, detener fábricas y mandar al paro a millones de personas. Detrás de esta crisis existe un poder intangible: el clima de desconfianza que Francesc Miralles llama futurofobia. Algo ha cambiado, bien es cierto, y desconocemos lo que vendrá a continuación, pero nos asustamos por el mero hecho de no saberlo. Regreso a este tema, porque podemos hacer un paralelismo entre el pavor que está marcando este año y el pánico anticipatorio que padecen las personas fóbicas. Quien tiene miedo a las aglomeraciones dispara sus alarmas antes de que se encuentre en la situación temida. Ese miedo adelantado a menudo provoca más sufrimiento que el momento que trata de evitar. Del mismo modo, esta divertida y estúpida futurofobia resulta más angustiante y paralizadora que las propias pruebas que el destino va poniendo en nuestra senda, con crisis o sin ella. Desde la revolución industrial, los avances técnicos, económicos y sociales harían augurar a la población que los tiempos venideros serían siempre mejores. En el siglo XX, donde nacimos, el optimismo hacia el futuro empezó a convertirse en temor. Dos guerras mundiales con un crack financiero al medio y la bomba atómica sembraron la idea de que el porvenir era imprevisible y peligroso. Los aires de esperanza tras el fin de la guerra fría duraron poco, ya que la amenaza se trasladó a otros frentes y lamentablemente a Ustedes, como a mí, nos tocó nacer y criarnos en medio de este circuito del miedo. La preocupación por lo que va a suceder se graba en el cerebro con la misma intensidad que un hecho negativo real, técnica de la cual los Gobiernos, la prensa y Hollywood han sacado mucho partido en beneficio propio. Cuanto más tiempo y energías dedicamos a pensar en lo que sucederá, nuestro miedo crece cada vez más. Para desconectar este circuito señores, la solución es sustituir estos pensamientos negativos e improductivos que dejan falsos recuerdos por ocupaciones inmediatas y funcionales, y cuando logramos darnos cuenta de esto y perder el miedo, créanme, la innovación nace sola, de forma prácticamente natural.


Nuestro trabajo, el de todos los agentes, pero principalmente de nosotros mismos, debe enmarcarse en un proyecto que pretenda construir un nuevo modelo laboral para transformar la economía, confiando en nuestras propias capacidades y sin miedo a cometer errores, porque es seguro que los cometeremos, porque nadie es perfecto, absolutamente nadie. Uno de nuestros más grandes problemas, es que no tenemos suficientes personas preparadas en los sectores clave como son la tecnología y la informática. En el caso de Silicon Valley su solución parche fue siempre por importar estudiantes de Asia, Oriente Medio y la propia Europa, pero cuando están formados regresaban a sus países y por tanto ayudaban a desarrollar una economía que no era la californiana. Es imprescindible señores, casi una primera necesidad, impulsar una reforma de todos los niveles educativos y esto corre para cualquier país del mundo, no sólo en la universidad, sino incluso en la educación primaria, lo vuelvo a repetir. El problema es que no existen profesores preparados, y conseguirlos puede llevar años. Necesitamos por ende una solución a más corto plazo, y esa solución, es que las empresas y los centros educativos, que son los principales actores, colaboren estrechamente.

En el caso de Estados Unidos, de forma parecida a España, ha basado su crecimiento en las pequeñas y medianas empresas que representan la mitad de Producto Interno Bruto y el noventa y siete por ciento de las exportaciones. La prueba de su peso en el I+D señores, es que las PYMES estadounidenses tienen trece veces más patentes por empleado que las grandes compañías. El hecho en sí de ser una pequeña empresa, por experiencia propia, permite a las PYMES cambiar y evolucionar más rápidamente. El problema es que tienden a competir entre ellas, y lo que debemos hacer, con mucha humildad, es colaborar para mejorarnos mutuamente. Eso debe ser un principio de todo profesional que respete su profesión, sobre todo aquellos relacionados con esta área tan importante, y sobre todo en este momento específico.

El papel que puede desempeñar la formación para fomentar la innovación es el cómo conseguir que las universidades y escuelas superiores verdaderamente formen a titulados preparados para triunfar en un entorno innovador, cosa que no se ve por parte de casi ninguna, sobre todo las de carácter privado. Las escuelas privadas tienen incluso una mayor responsabilidad, porque la industria ha crecido en estrecha relación con las universidades del Estado y sus proyectos de investigación. Si ahora la industria cae es también por culpa de las universidades, porque sus graduados ya no son lo suficientemente útiles para la empresa, a pesar que los Máster sobran en la oferta académica en todos los centros formativos del globo terráqueo como un producto más. Un ingeniero es pionero en su especialidad pero no sabe como funciona el mundo empresarial, ni siquiera lo sospecha, y los economistas no tienen ni la más remota idea de tecnología. Eso debe remediarse. Acercar la universidad a las necesidades reales de la empresa es básico para cualquier país que aspire a ser competitivo.


Peco de repetitividad, porque la clave es unir innovación y cultura emprendedora, y para eso señores, se necesitan recursos. Un país, sea rico, pobre o en desarrollo, debe aprender a gestionar todos sus recursos, desde el dinero público hasta la fuerza de trabajo. Pero un país no puede pretender, como bien aclara Christine Cope, hacer ese cambio solo ni avanzar en solitario, sino que se debe mirar más allá de su ombligo y buscar colaboración en el exterior. La actual crisis mundial ha demostrado que nadie, ni siquiera Estados Unidos, puede funcionar como si fuese una isla ajena al mundo. En el caso de España, por un tema personal de ubicación geográfica, debe tener la obligación de colaborar con el resto de la Unión Europea para reformar temas como la educación, el sistema financiero o las transacciones económicas, y sobre todo para fomentar la cultura emprendedora, cuya escacez es irrisoria e inentendible. Hay quienes dicen, señores elegidos democráticamente, que España debería olvidarse del I+D y centrar sus recursos en lo que ya sabe hacer. Me gustaría saber dónde obtuvo su título, porque una aseveración tan irracional es inaceptable. Un país jamás debe renunciar a la innovación, porque hoy en día es la clave para su progreso económico y social. Lo que debe hacerse es analizar cuáles son los puntos fuertes de cada una de sus regiones y buscar alianzas para impulsarlos. Es una línea rectora válida para cualquier nación, porque esas alianzas pueden llegar en forma de multinacionales extranjeras pero en ese caso debe vigilarse que exista una colaboración real, que esas empresas no velen sólo por sus resultados económicos, sino que se esfuercen por mejorar el territorio que les acoge. En esto también incluyo a los profesionales. Las filiales españolas de las multinacionales extranjeras ejecutan el treinta y cinco por ciento del total de I+D empresarial en nuestro país. El peligro de esa dependencia es que si esos países vienen para invertir en innovación sólo porque les resulta más barato hacerlo, se irán y se llevarán consigo todo su desarrollo en cuanto encuentren un país más barato. Por el mismo motivo, el impulsar una cultura emprendedora local es la llave para una independencia en innovación y un aumento en la productividad, por ende, superar la recesión y de regalo, la felicidad del bienestar económico y la pérdida del miedo de sus sociedades como conjunto. Yo lo entiendo como mejorarse la vida para reirse más. Como decía en los noventa mi fabulosísimo Kermit Frog a los niños antes de terminar su programa diario: “Seamos buenos chicos. Depende de nosotros”. Algo de razón tenía Kermit, por algo Terry Richardson lo inmortalizó como leyenda. Ojalá le hagan caso a un simple muñeco.


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