Han sido semanas agitadas. Tan agitadas y confusas, con tal cantidad de información, de horrores, que a ratos causaba mareos. Se cruzaban ideas agobiantemente. Pensé en Eugenia [de la Torriente]. Después de leer su reportaje en el inciso dominical de un medio escrito global sobre Hedi [Slimane], quedaba en la cabeza la frase que sacó de Hedi: "Si estás pendiente de las reacciones, acabas creando para complacer a los demás. No me interesa". Aquello lo unía a la otra que sacó de Karl Lagerfeld después de presentar su colección para Chanel en la última edición de la semana de la moda de París, en relación al escándalo del director creativo de la casa Dior: "Me pone furioso, la gente creerá que todos somos iguales. Si aceptas un cargo como este no puedes comportarte así. Mucha gente depende de ti y tienes que estar a la altura. Si no te gusta, quédate en casa. No puedes creer que estás por encima de todo". Juntando ambas te ibas a las palabras de Borja Vilaseca, ciertamente, cuando afirmaba por ese mismo tiempo que sorprendentemente, cuanto más infelices somos, más consumimos. Y cuanto más consumimos, más infelices somos. Esa paradoja seguirá gobernando nuestro estilo de vida mientras no cuestionásemos los fundamentos del viejo paradigma económico, ese que nos vendió y sigue vendiendo la gran mentira de que el materialismo nos conduce hacia la felicidad. Miré la sobrenatural cantidad de artículos, notas de prensa, fotografías y catálogos sobre la mesa, todo, sobre las incontables firmas que por esos días se daban cita en la capital francesa, y para serles honesto, por momentos, daba asco.
En eso estaba, asqueado, cuando sonó la voz de alarma. Japón había sufrido un violento terremoto y sin bastarle a la tierra, el mar se levantaba con toda su furia en una dantesca ola, negra como el petróleo, arrasando con todo lo que encontraba a su paso, sin misericordia, asesinando y devastando sin discriminación. Las imágenes… una película de ciencia ficción. Una película de horror. Al otro lado del mundo, en mi país, sabíamos todos lo que aquello significaba. En cuestión de horas, cientos de miles de kilómetros de costa eran evacuadas ante la alerta de un nuevo tsunami, en menos de un año, un shock. Ver con tus propios ojos cómo eran desalojados hospitales, cárceles, pueblos enteros ante la llegada de la furia del pacífico a tu propia tierra, de nuevo, en un poco más de un año. Solo un año. No pueden encontrarse palabras para describir el impacto psicológico y la aceleración del corazón ante el vértigo, ante el horror.
El horror no llegó, pero al otro lado del mundo, continúa, aún. Ya se detectan cantidades de radiación en Tokyo… en Tokyo. El Gobierno japonés ya lleva 230.000 tabletas de yodo repartidas a los refugios de emergencia, mientras en llanto y desconsuelo, toda una armada no cesa de encontrar cadáveres bajo tierra y escombros, aun húmedos… Terremoto, maremoto y un desastre nuclear de impacto global, de shock planetario, mientras al mismo tiempo, en el otro extremo del mundo, en tierras de alfombras mágicas, otro desgraciado asesina a su propio país en su rabiosa locura de poder. Como dice la escritora Rosa Montero, Estos días tiene la sensación, como quien les escribe, la sensación de que la realidad es un espejo hecho añicos. En los países industrializados viven una existencia tan protegida que se olvidaron de la absoluta fragilidad de las cosas… del gran misterio de la naturaleza, la vida y la prepotencia del hombre en su ilimitada imaginación para creer que es un dios, como dice Lagerfeld, que está por encima de todo, para usar juguetes que se les vuelve a escapar de las manos provocando más tragedia, pero basta con que la Tierra se sacuda para que volvamos a tomar conciencia de nuestra condición de simples microbios, inermes. Japón demuestra que ni la hipertecnología ni un elevado nivel de desarrollo convierten al ser humano en dueño de su destino. La aterradora crisis nuclear provocada por el terremoto es un clamoroso desmentido de nuestras pretensiones de amos del mundo. Somos eso, nada más, microbios ignorantes jugando con fuerzas infinitamente más poderosas que nosotros. Estamos haciendo las cosas tan mal que, cuando nuestra civilización desaparezca, dejaremos de legado el tóxico sepulcro de un dios radiactivo.
Si esto no bastase, por el amor del cielo, la diplomacia es una vez más devorada por lo que ocurre en Libia, lejos de sus opulentas y blindadas representaciones alrededor del globo y el whisky sobre sus mesas de caoba y alfombras persas, donde casi un mes después de que comenzaran las protestas Gadafi ha recobrado su iniciativa, sus fuerzas retoman ciudades y su aviación y sus tanques diezman a los rebeldes, es decir, personas en absoluta inferioridad de condiciones que como espejos de sus vecinos, sociedades árabes que aspiran a la libertad que les han negado unos dictadores ajenos a las aspiraciones de ese tesoro, han decidido levantarse contra una brutal opresión, y que ahora, a la vista de la parálisis internacional, van perdiendo la esperanza de derrocar a ese tirano, a ese mal nacido. La Unión Europea como el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y Estados Unidos dan largas a la guerra civil libia. No cabe en ninguna cabeza, por muy poco brillante que sea, interpretar de otra forma la vaguedad semántica de un acuerdo en el que se reconoce como “interlocutor político fiable” al conejo nacional de los sublevados o que considera, a estas alturas, que antes de intervenir contra Gadafi tiene que “demostrarse la necesidad de actuar”. Con esta locura, la sociedad global en su conjunto, blindan su lógica opinión de no confiar en ninguno de sus políticos, ni en los que gobiernan ni en los que ejercen la oposición. Barriobajeros incapaces de solucionar los problemas que afectan a cada país, deshonestos y mediocres. Con tantos diplomas y doctorados en universidades de pomposa publicidad, atrapados en sus misóginas explicaciones sobre el mundo árabe, cuando la gente salió a la calle, los gobernantes occidentales se quedaron sin palabras, y por supuesto, una vez más, en evidencia. La inercia y los lazos económicos y políticos les impidieron pensar que este levantamiento podría ser la segunda independencia del mundo árabe, pero nunca la democracia. Bien se los dice en la puñetera cara MR Mariano Aguirre, esta revolución antes que religiosa, será nacionalista y democrática. Mientras que los dictadores no han hecho caso a Occidente sobre cómo debían iniciar la transición o marcharse sin matanzas y ríos de sangre de por medio, el levantamiento tomó por sorpresa a todo el mundo, se les cayó la mandíbula a todos, incluyendo a los temidos islamistas radicales en Egipto y Túnez. Y siguen sin hacer absolutamente nada. No tienen perdón. Desclasados. La ausencia de una respuesta exterior, como un puñetazo en la mesa, no solo refuerza la crueldad de Gadafi, sino que envía también un devastador mensaje a otros déspotas regionales sobre las ventajas de resistir despiadadamente, desmoralizando emocionalmente a todos aquellos que a riesgo de su vida buscan libertad en una zona del mundo que desde su independencia de los poderes coloniales, ha sido puesta de rodillas por sus propios dirigentes. Así como Toledano no toleró que convirtieran Dior en un circo solucionando el tema de un solo plumazo, y Hedi nunca aceptó colaborar con una gran cadena, apreciando un objeto de calidad, fabricado con el alma de la artesanía, trabajando la perfección y finalmente, pasando del poder relativo para dedicarse a su verdadera pasión, los que tienen poder, verdadero poder como para detener a un Nerón contemporáneo, deberían, humildemente, tomar apuntes, y de forma humilde, con la humildad de saber que sólo la naturaleza, nadie más, tiene la última palabra. Se evitarán tragedias en esto, en esta desgracia, en este dolor del alma, en este abandono, en este mundo: el diario del horror.
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