A medida que uno va creciendo, caminando, haciéndose más adulto, el ojo se va haciendo más agudo. Agudo en el sentido de su rol como observador. Observador de la vida [la que cada uno decide para uno], de la propia vida y de la que sucede a tu alrededor, que al final termina también perteneciéndote. La de quien les escribe, fue una opción de nomadismo, movilidad, de unas ansias incontrolables por conocer, y a velocidad de vértigo, con una ley de choque, si es que puede llamársela de alguna manera, como encontrarse en un precipicio vestido con un arnés atado a una soga robusta, caminar unos metros por el borde del precipicio y en el momento que la intuición decide, lanzarse con el mayor impulso que sea posible y caer al vacío, sentir en carne propia el vértigo, caer en picada gritando con todos los pulmones sintiendo como el alma va subiendo de la cabeza a los pies y en el momento que uno siente que llega a la altura del corazón, para paralizarlo y enviarte al otro mundo, a punto de reventarte en el suelo, bum! Para arriba gracias a la fuerza de gravedad de la soga y aullar con todas tus ganas, y terminar con los brazos extendidos y la nariz a ras del suelo, y explotar en carcajadas, mojado de sudor.
En eso pensé durante todo un día, hace una semana atrás, antes, durante y después de asistir a un funeral. “Vive, vive como si fuese el último puñetero día, tú que sabes, lo mismo salgo de aquí y me pasa un coche o un camión por encima, o te cae una maceta en la cabeza y te rompe el cráneo, así de frágil es la vida, anda, ponte las pilas” es lo que repito hace años a cada uno de mis amigos, y la misma frase, hace una semana, me cerraba la garganta. El funeral del hermano mayor de una amiga, un cincuentón, casado y padre de tres hijos adolescentes, a quien literalmente, un autobús se lo llevó en plena avenida principal de la ciudad, al fin del mundo. Lo dejó irreconocible. Debieron sellar el ataúd para que nadie pudiese verlo, porque era sólo un amasijo de carne. ¿En qué punto de nuestra vida estamos?, me preguntaba en silencio mientas avanzaba en ese cementerio de estilo norteamericano, un prado inmenso de césped perfectamente cortado y decorado en su amplitud con lápidas rasas sobre la tierra. Una familia destrozada, un chofer de nuevo en la calle luego de un día en la comisaría rebosante de impunidad y el sentimiento de un paso fugaz por el rápido olvido colectivo.
Durante la semana siguiente, estube al teléfono charlando con algunos de los mejores de cada una de sus especialidades para incluir en el siguiente número de un proyecto editorial: artistas, fotógrafos, diseñadores, escritores, directores de museos, el director de una revista global con una historia marcada en la vida de generaciones completas a escala global, toda gente sencilla, agradable y hasta con notable sentido del humor. Después de cortar el auricular con cada uno, volvía a la cabeza este cincuentón y su paso fugaz. Él era anónimo, pero tenía su propia historia, como todo el mundo. ¿Tan importante resultaba una trayectoria, un reconocimiento o un puesto de sonoridad pública?, ¿Importante por qué y para qué?, ¿Importante para quién? Algunas de esas noches, esa misma semana, lo pasé con otro tipo de gentes, anónimas [si la gran masa se esmera en calificar de esa manera si son huérfanos de trayectorias, reconocimientos y cargos], y honestamente, con una vida que era como ese lanzarse al vacío y acabar a ese ras del suelo, a carcajadas, de los puntos más diversos del planeta, con los que coincidí aquí, precisamente, por ser el fin del mundo, era eso lo que les atraía, y te sacaban carcajadas, de las buenas, con el rock´n roll corriendo por cada una de sus venas… sabían perfectamente sobre la fragilidad de la vida, de esa rara casta de sujetos que viven su existencia como si fuese el último día, y qué les puedo decir, vivían muy bien y tenían más mérito, en lo personal, que cualquiera que ostentase de cargos y reconocimientos, porque sus propias historias se transformaban en su más alto legado, para quien les escribe y para cada una de las personas que pasasen por sus vidas en el regalo de la coincidencia. Eso es clase caballeros, de la más alta, de la más aplomante e irrebatible.
Esto me llevaba a una pregunta, que en su propia interrogancia se transformaba en una aseveración. ¿No se han preguntado nunca, por qué la gente, en cada una de sus áreas, a nivel general, no se dan a ellos y a su trabajo el valor que se merecen? Siempre hay alguien mejor que uno, claro está, pero ¿Por qué no te puedes esforzar en tratar de hacer siempre, en la medida de tus posibilidades, un trabajo que sea mejor que el anterior, batir tu propio récord y cuando lo logras, y ser consciente de ellos, encerrarte a solas, llevarte los dedos meñiques a la boca y chiflar hasta dejar sordo al vecino? Aquello es lo más, te terminas partiendo de risa a solas, como un subnormal, y eso es lo más, y eso señores muy poca gente lo hace… lamentablemente. ¿Por qué? A lo mejor por estar siempre enfermizamente preocupado de lo que hace el otro, o inentendiblemente preocupado de qué dirán los demás sobre uno y su trabajo. Aquello tipo, para cualquiera con dedos de frente, simplemente y disculpando la expresión, te la debería sudar. “Que te la sude”. Cuando uno hace ese ejercicio, entrena la capacidad personal para no generar envidia por el otro [que deriva a cosas bastante más siniestras], tampoco alucinaciones personales de superioridad en la imagen de otros, y por supuesto, la confianza en uno mismo para ser capaz de valorar y defender el trabajo propio, sabiendo siempre que puede ser mejor, y de ahí se avanza. No siempre te va bien, pero eso tampoco debiera importar, porque todo lo que empieza, termina. Siempre todo son procesos, con un principio y un fin, porque depende al final todo de eso, de esa fugacidad que se llama vida, de todo y de todos. El tema es que sean siempre pequeños proyectos enmarcados dentro de un gran proyecto, pienso y les comparto, porque honestamente, tener un solo proyecto y hacerlo eterno, acaba siendo un agobio, y el agobio, para cualquiera, es un peligro. Y para un proyecto, cualquiera que sea, sentencia de muerte.
Algunos aparecen y te atacan, siempre. Otros aparecen y te apoyan, siempre también. Por lo mismo, ¿Qué más te da? “¿Pero y tu trayectoria?”, me preguntaban ayer dos amigos, Tom Mahoney y Brendan frente a una botella de vino jugando una partida de pool. “A tomar por culo la trayectoria”, les respondí. Porque es verdad. ¿Qué más te da para tu vida la trayectoria más allá de un hecho en sí para alimentar tu ego? El ego es importante, pero es secundario. No se produce mejor con el ego, todo lo contrario. Se produce mejor trabajando la capacidad de entender el mundo en el que uno vive, en su diario vivir y en lo que sucede más allá de tus narices, porque es la única forma de generar proyectos que respondan a las necesidades específicas de un tiempo, un lugar y un grupo de gente, y eso, si es bueno, luego se propaga sola como la pólvora, y traspasa fronteras geográficas y temporales, y para darle en el clavo señores, hay que investigar. Así de simple. No es ningún misterio. La investigación no es patrimonio de docentes universitarios o científicos solamente, es patrimonio de cualquiera que valore su vida, y su capacidad de acción. Para hacer eso, la regla número uno es la humildad, partiendo para con uno mismo, después el resto el pan comido. Con eso no te amedrenta ninguna trayectoria, ni reconocimiento público ni cargo posible, de nadie. Para eso hay que estar bien, y para estar bien hay que alimentar la vida, la propia, hacer de la propia vida una historia notable, depende de cada uno, de nadie más. No es un dogma ni una aseveración, pero al menos para quien les escribe, no ha sido una mala elección, todo lo contrario. Total, siempre quedarán playas con vistas sobrecogedoras donde poder montar un chiringuito y reírte con quien se siente en tu barra si todo se va al carajo, conocer otras historias, seguir con la tuya y vivir, sin importar la edad, la raza o la condición, como si fuese el último día. Los voy conociendo, y humildemente, son colosos. A nadie ya le importan los cartones. La invitación está hecha. Puede ser el último día. No lo olviden nunca. Vivir. Lo voy a seguir haciendo, por dos cojones, en honor a ese cincuentón. Que en paz descanses.
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