Un día antes de las elecciones que darían mayoría absoluta a la extrema derecha española y dejaría mirando estupefacto al resto del mundo, Llorenc Llop escribía un artículo, en donde narraba lo que decía Hannah Arendt con certeza sobre los seres humanos, y es que tenemos enormes dificultades para ser contemporáneos de las experiencias que vivimos. La comprensión siempre llega tarde, como el Séptimo de Caballería. Y no obstante, en la crisis que nos compete, no faltan voces que parecen interpretar con claridad lo que sucede. Llop se preguntaba si servía de algo… por lo ocurrido el domingo recién pasado, parecía que no. Infinitos artículos que arrojan luz sobre la trampa sistémica en que ha devenido la crisis dejan claro algo que se ha repetido hasta el cansancio, que es, en el caso de España, la implosión económica del Estado y su incapacidad para hacer frente a la deuda, jamás tomada en cuenta , en serio, por los mercados, que siguen comprando deuda pero con beneficios, donde bastaría con prohibir determinadas prácticas del mercado secundario para que los Estados recuperaran cierta soberanía. Nada de lo que les dijeron ni les advirtieron sirvió de nada… a pesar de decirnos por todas partes que vivimos en la era de la información y en donde el conocimiento es un poder, al tiempo que nuestra capacidad para intervenir sobre dinámicas perversas creadas por la estupidez, la avaricia y las ideologías con una escasa base empírica, es cada vez menor, el domingo, para ese país, todo se fue prácticamente, y disculpando la expresión, a la mierda.
El gran producto de exportación que España ha colocado este año en los mercados mundiales ha sido la protesta de los Indignados, nacida en marzo pasado y propagada con fulminante rapidez por la Europa azotada por la crisis y cruzado el Atlántico hasta Nueva York. El objetivo de los que protestaban por la falta de trabajo y oportunidades era impedir que sonara a las nueve y media de la mañana la campana que anuncia el comienzo de las transacciones bursátiles, aunque la fuerza pública, con un aparatoso equipo antidisturbios y la detención de cientos de manifestantes, pudo mantener abierto el acceso al templo de las finanzas. El movimiento de los Indignados suscita la simpatía de gran parte de la sociedad, aunque la protesta implique molestias y daños para algunos pocos ciudadanos. Esa acción popular expresa un profundo descrédito de la cosa política, expresa una fatiga ciudadana ante una corrupción de la que ningún país se libra y ante el ofensivo espectáculo de una riqueza desproporcionada que se codea con unas básicas carencias del ser humano que el capitalismo no ha sabido resolver. Como dice Verdugo, el vértigo de los mercados ha arrasado cualquier debate político alternativo. La apelación al voto se ha focalizado en cómo evitar el abismo de la bancarrota, qué hacer para que el tipo de interés de la deuda no siga subiendo hasta anular toda perspectiva de crecimiento y creación de empleo. Y resulta que de ese puñetero voto, dependen cuestiones capitales para el futuro a medio plazo y para la credibilidad de la democracia como método para organizar una convivencia civilizada… pues les ha dado igual. Las soluciones de emergencia adoptadas por los parlamentos de Roma y Atenas con la designación de rimbombantes técnicos para llevar a cabo unos durísimos planes de ajuste, pues no resultan ser el mejor aval democrático en medio de una crisis descrita como la más grave padecida por Europa desde la Segunda Guerra Mundial… es la muestra fehaciente del fracaso de unos políticos que no dudan en aprobar en el Parlamento las medidas quirúrgicas que les exigen, pero que inmediatamente, como un chasquido de dedos, rechazan la responsabilidad de llevarlas a cabo para no cargar con el coste electoral que puedan depararles el futuro. Aun si el sistema democrático pierde calidad ante los ojos de todo el mundo, si hay fundadas sospechas de que la política está corroída por intereses particulares, si se extiende el escepticismo sobre la capacidad regeneradora de las urnas, aun con todo eso caballeros, el voto del pasado domingo era el instrumento que tenían más a mano para que la voluntad mayoritaria fijase el rumbo de los próximos años, y lo tiraron todo por la borda. Pesó más el bolsillo, más que la dignidad, de todos y cada uno de los españoles. Votar señores exige respetar el veredicto de las urnas, pero no significa acatar el silencio cuanto decida el ganador y renunciar a un control minucioso de su ejercicio del poder, siendo que a estos todo les da igual, salvo sus propios bolsillos.
Los movimientos en Reino Unido, aquí, al fin del mundo y ahora en Estados Unidos, de Los Ángeles a Nueva York, y los grandes movimientos migratorios, de América Latina a América del Norte, de África a Europa, reclaman la necesidad de desarrollo y justicia y el entender que en un mundo global se moverán no solo las cosas, sino también las personas, y eso, la sociedad española, completa, simplemente, no lo entendió. De lo que acaba de suceder el domingo saldrá la reacción a la novedad, aquella muy vieja, llamada xenofobia, racismo, discriminación y privilegio. Ahora no tendrán solo la responsabilidad, sino estarán obligados a responder con Estado, con empresa, con sociedad civil, todo reunido para una época distinta, amparando tiempos anteriores en que se infló demasiado al Estado o se le dio excesiva confianza a la empresa. La sociedad civil como norma reguladora. Cosa que ese, el que acaba de subir, no tiene ni remota intención de hacer. Deberán asistir a una nueva asignación de papeles, para el Estado, para la empresa, para las comunicaciones, en un mundo globalizado que voltea como una hostia las fronteras con el avance tecnológico, y ahora, con el doble de obstáculos. Les corresponderá reiterar que vale la pena poseer la libertad y que vale la pena tener el valor de defender la libertad. ¿Por qué? Porque el brazo en alto con la mano extendida fue el saludo ritual que adoptaron los fascistas, como dice Manuel Vicent, y los nazis, un gesto que procedía de los antiguos romanos en señal de amistad. Cuando cayeron los fascismos y la revolución soviética pasó a la historia, el puño y la mano extendida dejaron de tener sentido, pero hoy el gesto en que se reconocen las nuevas tribus sociales no ha abandonado la mano. Actualmente media humanidad se halla bajo el imperio de los dedos que se mueven como rabos de lagartija sobre el teclado de internet y los teléfonos móviles. A través de ellos se liberan los vuelcos que da al día el corazón humano, la ceguera de los fanáticos, los avances de la ciencia, la codicia de los especuladores, el rebuzno de los idiotas, el movimiento de capitales, la información instantánea, planetaria y simultánea, junto con todos los sueños de los locos… ante las principales preocupaciones de la humanidad, que hoy no son tanto males concretos como amenazas indeterminadas. No estamos preocupados por peligros visibles, sino por peligros vagos que podrían golpear como el mejor de los boxeadores en el momento menos esperado. En otras palabras, la incapacidad de nuestras instituciones para protegernos de la incertidumbre financiera extrema y las tragedias sociales [y el próximo levantamiento, casi firmado] que pueden desembocar de ella. La intranquilidad refleja nuestra exposición a amenazas que solo podemos controlar en parte. Nuestros antepasados vivían en un entorno más peligroso pero menos riesgoso; soportaban un grado de pobreza que sería intolerable para quienes hoy viven en países avanzados, mientras que nosotros, pringados gracias a nosotros mismos, estamos expuestos a riesgos cuya naturaleza, aunque a nosotros nos resulte tan difícil entender, para ellos sería literalmente inconcebible. Y son los fenómenos que conforman una parte del lado oscuro del mundo globalizado: la contaminación, el contagio, la inestabilidad, la interconexión, la turbulencia, la fragilidad compartida, los efectos universales y la sobreexposición, en un carácter epidémico de nuestro mundo contemporáneo… y tanto nos da. La interdependencia caballeros es una dependencia mutua, es una exposición compartida a los peligros. Nada, absolutamente nada, está completamente aislado y los supuestos asuntos externos ya no existen. Todo se ha vuelto nacional, hasta personal. Los problemas de otra gente ahora son nuestros problemas y ya no podemos verlos con indiferencia, o con la esperanza de obtener algún rédito personal de ellos. Este es el contexto de nuestra actual vulnerabilidad, de absolutamente todos. Todo lo que solía protegernos se ha debilitado: la distancia, la intervención gubernamental, la previsión, los métodos clásicos de defensa… y ahora nos ofrece escasa protección o directamente ninguna. ¿Y así y todo sacan a uno que no les gusta y que le tiraron un descalabro entero encima y ponen a otro que viene de la misma banda de los que produjeron esa misma debacle?, ¿Se le olvidó a todo un país, mirándose el bolsillo, quién fue el que provocó que un loco volase un tren en el centro de Madrid y asesinase a su propia gente?, ¿Se les olvidó quiénes fueron los que hundieron económicamente el país?, y ¿Se les olvidó también quiénes avanzaron en la igualdad y ampliación de las libertades para las minorías, para el reforzamiento del Estado de Bienestar y la propia democracia?... Los débiles [que parece que son millones hoy en un solo país, miedosos como ratas y sólo por lo que arrojan las cifras de unas elecciones], cuando están seguros de que no pueden ganar, pueden lastimar a los más fuertes, y hasta hacerlos perder. A diferencia del orden centenario de los Estados-Nación, en el que el peso específico de cada Estado era el factor determinante, en un mundo de interdependencia, la seguridad, la estabilidad económica, la salud y el medio ambiente de los más fuertes son continuamente rehenes de los más débiles. Todos están expuestos a los efectos del desorden y la turbulencia en la periferia. Y vuelve a ponerse de manifiesto, una vez más, y como siempre. Se dispararon ellos mismos. Como es lógico, una globalización contagiosa que aumenta la vulnerabilidad desata estrategias preventivas y defensivas que no siempre son proporcionadas o razonables. La xenofobia y el chauvinismo que algunas de las estrategias defensivas pueden despertar tal vez causando más daño que las amenazas de las cuales supuestamente nos protegen. Ya las verán venir, y contra el tiempo. Será difícil, y no tiene nada que ver con el pesimismo. El desafío de gobernar los riesgos globales no es nada menos que el desafío de impedir el fin de la historia, no como la plácida apoteosis de la victoria global de la democracia liberal, sino como el peor fracaso colectivo que podamos imaginar. Y han dado el primer pie. Lo que acaba de suceder, para quien les escribe, ha sido una verdadera pena en el corazón. Se olvidaron de todo, pesó el bolsillo antes que la dignidad… y sabíamos todos que sucedería así... Fue una tristeza. Nada más.
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