Image::MR JOHN RAWLINGS PHOTOGRAPHER © OHIO::
¿Habéis pensado, o sentido alguna
vez, que desde tu propio individualismo vives una vida relativamente cómoda,
estable, donde haces lo que quieres, estás tirado en el sofá y alguien toca la
puerta… vas a abrir y ni bien giras el pomo, una ola gigantesca entra con toda
su furia, te azota contra la pared noqueándote, revienta todos los cristales,
explotan las bombillas eléctricas, arrasa con todo a su paso y en un segundo
transforma todo en desgarro, sufrimiento, dolor, muerte… tragedia, y solamente
estás tú, ahí, completamente solo con la única preocupación de sobrevivir, de
salir de ese infierno sin más ayuda que la de tus uñas? En esa pregunta pensé
durante dos días enteros, quizás tres, luego de salir con un par de amigos de
fiesta. Primero cenando con una amiga y uno de sus cercanos frente a un dúo de
jazz, charlando sobre Río de Janeiro. Había llegado esa misma mañana de la
ciudad carioca y la cena iba por ese motivo [Había tenido los huevos de irse una temporada sin
más que lo puesto a buscar suerte, y cuando la suerte no acompaña, pues
regresabas, y ya]. Después de un par de horas, partimos a un club cercano, y
que pasase lo que tuviera que pasar. Ahí me encontraría con otro amigo, que
después de peleas y circo durante casi dos años, terminaríamos siendo
confidentes, buenos amigos. Cuando las luces del club se prendiesen, partiríamos
de nuevo en trío a un after clandestino, donde después de tomar todo lo que
ofrece un after, mi amigo terminaría contándome la noticia, que había ocultado
hasta ese momento. Era portador de la enfermedad, esa que te hace cerrar los
ojos, apretar la garganta, llorar en silencio y golpearte la frente contra la
pared una y otra vez, cada vez con mayor fuerza hasta hacerla sangrar, hasta
que la pared te mate antes que el mal, para el que aún nadie es capaz de
encontrar cura. La peor pandemia del siglo. La noticia provocó eso: cerrar los
ojos, apretar la garganta, tragarte las lágrimas, salir de ese lugar y tomar un
poco de aire fresco. Ya era suficiente de fiesta.
Sentado junto a él en un banco
cogidos del brazo, al frente del santiaguino río Mapocho y el amanecer de un
día limpio, que se vería soleado, con un aire frío que te golpeaba la cara,
sólo podías callar, y mirar como con la vista perdida, y luego charlar del
asunto. “Lo único que espero que sepas es que no pienses que voy a sentir
compasión por ti, los cojones”, le dije. Para mí la enfermedad no era ajena.
Desde hace una década, otro amigo había fallecido víctima de la enfermedad, al
igual que uno de los mejores de mi padre, y un sinnúmero de gente que en esos
años desfilaron por mi vida eran a su vez portadores, unos más, otros menos. El
hecho en sí no te escandalizaba… lo que apretaba el corazón era lo que aquello
contempla para la propia psicología, para el propio entendimiento de la vida…
cambia todo, absolutamente, de un día para el otro, y radicalmente. ¿Pero qué
más daba? Había que pasar de ello, sobre todo aquí, en América Latina, donde
era un tabú gracias a retrocesos inauditos en educación e igualdad de derechos
y posibilidades de salud. Que les dieran por culo. Y los cabrones eran
luchadores, y al mismo tiempo que le plantaban cara a la enfermedad, también le
plantaban cara a cualquiera, dejaban de temerle a la gente, porque parece que
dejaban de temerle a la muerte. ¿Eres rico o pobre, guapo o feo, fracasado o
exitoso?... ¿Qué más da? Si no vives tu vida, como si fuese el último minuto,
que te den por culo, porque vas a morir igual, y te lo dice uno que tiene el
documento firmado… Vamos, que esa gente debería estar dando conferencias, no
siendo mirados en menos por masas sedientas de tragedia para poder reafirmarse
un poco más en sus propias inseguridades, como pueblos, como sociedades. Deberían
saber lo que se siente, el grado infinito de sufrimiento, primero físico,
porque el cuerpo te empieza a traicionar, y luego psicológico, no hace falta
explicar por qué.
Cuando el Sida apareció y nadie
siquiera sabía qué era, pero veían a personas morir en un grado de
descomposición física cinematográfica, la gente se escandalizó, y no porque lo
padeciese el tercer mundo [que les daba igual], sino porque empezó a asesinar
personas a finales de los setenta en Estados Unidos y luego en Londres, en el
punto álgido del movimiento de los hippies y el amor libre contra la guerra en
las principales potencias mundiales, donde se creía, nunca te sucedería nada.
Descubierta el año ochenta y tres por un equipo francés, durante la década
expandió sus tentáculos absolutamente a todos los rincones del planeta, fuesen
de oro o de cartón, y arrasaría, como esa ola, a algunos de los artistas más
fabulosos de la época [y a cientos de miles de personas], cuya fama y
visibilidad mediática darían a la enfermedad connotación planetaria. El mundo
entraría en psicosis. Al mismo tiempo era como un monstruo, incontrolable, que
muta y se transforma todo el tiempo, por ende dificultaba y dificulta hasta lo
imposible su cura. En África se lleva millones de vidas y no escatima en
edades, ni condiciones ni razas. La puta lo asesina todo. “Es cosa de
homosexuales”, decían… hasta que los heterosexuales también empezaron a caer, y
los niños… En lo público los mejores artistas y personajes de la
contemporaneidad no dudan ni un instante en prestar sus rostros para plantarle
cara en su lucha, pero la enfermedad sigue expandiéndose, las potencias
mundiales prefieren invertir en armamento, viajes espaciales y salvar bancos
que invertir en investigación, desarrollo y tecnología para acabar con la mayor
pandemia, probablemente, que la humanidad haya conocido, como con el cáncer. A
quien os escribe todo esto le resulta especialmente sensible, porque ha vivido
todo ello muy de cerca, con familiares y amigos a quienes ha asesinado el
cáncer, el sida y la diabetes.
¿Y tú qué haces? Cuando sabes que
todo eso, por tu propia condición e historia de vida, es como un perfume que te
rodea durante toda tu vida, que galantea contigo como acercándose, rozándote
con erotismo el cuello y tirándote su aliento en el oído, estremeciéndote…
seduciéndote para después sacar colmillos y enterrártelos como un vampiro, y
desgarrarte el cuello como una hiena hambrienta con toda su ira… puede llegar a
tocarte la puerta, en cualquier momento, cuando menos te lo esperes, y tú no
puedes cogerlo del cabello, tirarlo con violencia y alejarlo de tu cuello,
lejos de tí. A lo mejor esa relación es como ver un ring con dos boxeadores en
cámara lenta, observándose a los ojos, durante horas… durante años, sin
tocarse, y cuando el primero da el primer golpe, que siempre es el más grande,
el más poderoso, el que sabes que te ganará, empiezas tú a darle de puñetazos,
en el estómago, en las costillas, en la nariz, tratar de sobrevivir como si esa
ola entrara en tu piso arrasándolo todo y tuvieses que aguantar la respiración,
nadar con todas tus fuerzas esquivando los cristales de las ventanas para
tratar de salir de ahí, al exterior de ese océano que te está matando para dar
una bocanada de oxígeno y saber que sí, que sigues vivo, que has sobrevivido,
en parte, y que tienes que seguir nadando para que, si el frío no termina por
asesinarte, sacar fuerzas desconocidas para llegar a esa otra ola que logre, en
su clemencia, tirarte hasta la orilla. Antes de que pueda suceder eso, ya
lloras, porque sabes que si ese otro boxeador da el primer golpe, probablemente
no le vayas a ganar, porque tu propia raza y su inteligencia y los avances de
los que tantos se vanaglorian, no son siquiera capaces de darte un buen par de
guantes para esquivar sus golpes y abatirlo en lo que más le duela, noquearlo,
y cuando esté en el suelo, tirarte encima y seguir dándole, con todas tus
fuerzas una, y otra, y otra vez, hasta acabar con él, hasta asesinarlo. Ya le
gustaría a uno encontrar esa cura, y no para recibir premios o reconocimiento
internacionales, sino para encerrarte en el baño, cerrar los ojos, ponerte a
llorar y saber que esa puta no nos ganó, que asesinaste a esa zorra, y que
jamás en su puta vida volverá a cobrarse otra vida, nunca jamás…
Pero tú no eres científico, a lo
mejor porque sabes que no tienes esas capacidades, o que no podrías tener la
suficiente paciencia y metodología como para serlo [lamentablemente], pero si
tienes otras cualidades con las cuales puedes hacer algo… y si te vuelves
grande en algo, en lo que sea, tienes la obligación de hacerlo, sino eres un
hijo de puta, y no mereces ser grande, bajo ningún punto de vista [y no te lo
pueden permitir], y no se trata de ser la Madre Teresa, esa mujer que jugó como
ninguna en ese ring, dominando desde su pequeña Calcuta y en la más absoluta
pobreza, los hilos más impresionantes del poder y la riqueza para hacer algo
por alguien, o por algo, entre muchos otros. Si vez que las cosas van tan mal,
y que los seres humanos adultos se van transformando, desde el nacimiento del
capitalismo hasta nuestros días en un ejército de mercenarios, protege la
infancia, no permitas que los toquen, a ninguno, porque ellos son el futuro de
todo, y ya. Si perteneces a un idioma con el que sueñas, hablas y piensas,
difúndelo y promociónalo, que puedas estar frente a otro con uno muy distinto y
que lo respete y aprecie, y ojalá lo hable, o tú lo incentives con toda suerte
de métodos a hacerlo, porque eso es educación, y eso es cultura, y con ello
viene la tolerancia, y por ende, la universalidad. Y la universalidad es
necesaria, importante, porque si llega una enfermedad como esa pandemia, como
esa zorra, no tendrá tanto poder, o será mirada en menos, y eso ayudará dentro
de casa, y también fuera, ¿para qué? Para no sentir compasión. Y a lo mejor si
no la sientes, ese otro, tu amigo, o el que pase [o tú mismo] la ola lo tire en
la orilla, vea el sol, sienta el calor, y se ría. Si no hay cura, es lo mejor
que podemos hacer… si tocan a la puerta. Que entre, que se siente en el sofá,
abre una botella, ponle una película de Kusturica, prende un cigarrillo y
siéntate a su lado, y tírale el humo en la cara… Que le den. Y ya.
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