PUBLICIDAD

28.5.12

EL TOQUE A LA PUERTA


Image::MR JOHN RAWLINGS  PHOTOGRAPHER © OHIO::




¿Habéis pensado, o sentido alguna vez, que desde tu propio individualismo vives una vida relativamente cómoda, estable, donde haces lo que quieres, estás tirado en el sofá y alguien toca la puerta… vas a abrir y ni bien giras el pomo, una ola gigantesca entra con toda su furia, te azota contra la pared noqueándote, revienta todos los cristales, explotan las bombillas eléctricas, arrasa con todo a su paso y en un segundo transforma todo en desgarro, sufrimiento, dolor, muerte… tragedia, y solamente estás tú, ahí, completamente solo con la única preocupación de sobrevivir, de salir de ese infierno sin más ayuda que la de tus uñas? En esa pregunta pensé durante dos días enteros, quizás tres, luego de salir con un par de amigos de fiesta. Primero cenando con una amiga y uno de sus cercanos frente a un dúo de jazz, charlando sobre Río de Janeiro. Había llegado esa misma mañana de la ciudad carioca y la cena iba por ese motivo [Había  tenido los huevos de irse una temporada sin más que lo puesto a buscar suerte, y cuando la suerte no acompaña, pues regresabas, y ya]. Después de un par de horas, partimos a un club cercano, y que pasase lo que tuviera que pasar. Ahí me encontraría con otro amigo, que después de peleas y circo durante casi dos años, terminaríamos siendo confidentes, buenos amigos. Cuando las luces del club se prendiesen, partiríamos de nuevo en trío a un after clandestino, donde después de tomar todo lo que ofrece un after, mi amigo terminaría contándome la noticia, que había ocultado hasta ese momento. Era portador de la enfermedad, esa que te hace cerrar los ojos, apretar la garganta, llorar en silencio y golpearte la frente contra la pared una y otra vez, cada vez con mayor fuerza hasta hacerla sangrar, hasta que la pared te mate antes que el mal, para el que aún nadie es capaz de encontrar cura. La peor pandemia del siglo. La noticia provocó eso: cerrar los ojos, apretar la garganta, tragarte las lágrimas, salir de ese lugar y tomar un poco de aire fresco. Ya era suficiente de fiesta.



Sentado junto a él en un banco cogidos del brazo, al frente del santiaguino río Mapocho y el amanecer de un día limpio, que se vería soleado, con un aire frío que te golpeaba la cara, sólo podías callar, y mirar como con la vista perdida, y luego charlar del asunto. “Lo único que espero que sepas es que no pienses que voy a sentir compasión por ti, los cojones”, le dije. Para mí la enfermedad no era ajena. Desde hace una década, otro amigo había fallecido víctima de la enfermedad, al igual que uno de los mejores de mi padre, y un sinnúmero de gente que en esos años desfilaron por mi vida eran a su vez portadores, unos más, otros menos. El hecho en sí no te escandalizaba… lo que apretaba el corazón era lo que aquello contempla para la propia psicología, para el propio entendimiento de la vida… cambia todo, absolutamente, de un día para el otro, y radicalmente. ¿Pero qué más daba? Había que pasar de ello, sobre todo aquí, en América Latina, donde era un tabú gracias a retrocesos inauditos en educación e igualdad de derechos y posibilidades de salud. Que les dieran por culo. Y los cabrones eran luchadores, y al mismo tiempo que le plantaban cara a la enfermedad, también le plantaban cara a cualquiera, dejaban de temerle a la gente, porque parece que dejaban de temerle a la muerte. ¿Eres rico o pobre, guapo o feo, fracasado o exitoso?... ¿Qué más da? Si no vives tu vida, como si fuese el último minuto, que te den por culo, porque vas a morir igual, y te lo dice uno que tiene el documento firmado… Vamos, que esa gente debería estar dando conferencias, no siendo mirados en menos por masas sedientas de tragedia para poder reafirmarse un poco más en sus propias inseguridades, como pueblos, como sociedades. Deberían saber lo que se siente, el grado infinito de sufrimiento, primero físico, porque el cuerpo te empieza a traicionar, y luego psicológico, no hace falta explicar por qué.



Cuando el Sida apareció y nadie siquiera sabía qué era, pero veían a personas morir en un grado de descomposición física cinematográfica, la gente se escandalizó, y no porque lo padeciese el tercer mundo [que les daba igual], sino porque empezó a asesinar personas a finales de los setenta en Estados Unidos y luego en Londres, en el punto álgido del movimiento de los hippies y el amor libre contra la guerra en las principales potencias mundiales, donde se creía, nunca te sucedería nada. Descubierta el año ochenta y tres por un equipo francés, durante la década expandió sus tentáculos absolutamente a todos los rincones del planeta, fuesen de oro o de cartón, y arrasaría, como esa ola, a algunos de los artistas más fabulosos de la época [y a cientos de miles de personas], cuya fama y visibilidad mediática darían a la enfermedad connotación planetaria. El mundo entraría en psicosis. Al mismo tiempo era como un monstruo, incontrolable, que muta y se transforma todo el tiempo, por ende dificultaba y dificulta hasta lo imposible su cura. En África se lleva millones de vidas y no escatima en edades, ni condiciones ni razas. La puta lo asesina todo. “Es cosa de homosexuales”, decían… hasta que los heterosexuales también empezaron a caer, y los niños… En lo público los mejores artistas y personajes de la contemporaneidad no dudan ni un instante en prestar sus rostros para plantarle cara en su lucha, pero la enfermedad sigue expandiéndose, las potencias mundiales prefieren invertir en armamento, viajes espaciales y salvar bancos que invertir en investigación, desarrollo y tecnología para acabar con la mayor pandemia, probablemente, que la humanidad haya conocido, como con el cáncer. A quien os escribe todo esto le resulta especialmente sensible, porque ha vivido todo ello muy de cerca, con familiares y amigos a quienes ha asesinado el cáncer, el sida y la diabetes.



¿Y tú qué haces? Cuando sabes que todo eso, por tu propia condición e historia de vida, es como un perfume que te rodea durante toda tu vida, que galantea contigo como acercándose, rozándote con erotismo el cuello y tirándote su aliento en el oído, estremeciéndote… seduciéndote para después sacar colmillos y enterrártelos como un vampiro, y desgarrarte el cuello como una hiena hambrienta con toda su ira… puede llegar a tocarte la puerta, en cualquier momento, cuando menos te lo esperes, y tú no puedes cogerlo del cabello, tirarlo con violencia y alejarlo de tu cuello, lejos de tí. A lo mejor esa relación es como ver un ring con dos boxeadores en cámara lenta, observándose a los ojos, durante horas… durante años, sin tocarse, y cuando el primero da el primer golpe, que siempre es el más grande, el más poderoso, el que sabes que te ganará, empiezas tú a darle de puñetazos, en el estómago, en las costillas, en la nariz, tratar de sobrevivir como si esa ola entrara en tu piso arrasándolo todo y tuvieses que aguantar la respiración, nadar con todas tus fuerzas esquivando los cristales de las ventanas para tratar de salir de ahí, al exterior de ese océano que te está matando para dar una bocanada de oxígeno y saber que sí, que sigues vivo, que has sobrevivido, en parte, y que tienes que seguir nadando para que, si el frío no termina por asesinarte, sacar fuerzas desconocidas para llegar a esa otra ola que logre, en su clemencia, tirarte hasta la orilla. Antes de que pueda suceder eso, ya lloras, porque sabes que si ese otro boxeador da el primer golpe, probablemente no le vayas a ganar, porque tu propia raza y su inteligencia y los avances de los que tantos se vanaglorian, no son siquiera capaces de darte un buen par de guantes para esquivar sus golpes y abatirlo en lo que más le duela, noquearlo, y cuando esté en el suelo, tirarte encima y seguir dándole, con todas tus fuerzas una, y otra, y otra vez, hasta acabar con él, hasta asesinarlo. Ya le gustaría a uno encontrar esa cura, y no para recibir premios o reconocimiento internacionales, sino para encerrarte en el baño, cerrar los ojos, ponerte a llorar y saber que esa puta no nos ganó, que asesinaste a esa zorra, y que jamás en su puta vida volverá a cobrarse otra vida, nunca jamás…



Pero tú no eres científico, a lo mejor porque sabes que no tienes esas capacidades, o que no podrías tener la suficiente paciencia y metodología como para serlo [lamentablemente], pero si tienes otras cualidades con las cuales puedes hacer algo… y si te vuelves grande en algo, en lo que sea, tienes la obligación de hacerlo, sino eres un hijo de puta, y no mereces ser grande, bajo ningún punto de vista [y no te lo pueden permitir], y no se trata de ser la Madre Teresa, esa mujer que jugó como ninguna en ese ring, dominando desde su pequeña Calcuta y en la más absoluta pobreza, los hilos más impresionantes del poder y la riqueza para hacer algo por alguien, o por algo, entre muchos otros. Si vez que las cosas van tan mal, y que los seres humanos adultos se van transformando, desde el nacimiento del capitalismo hasta nuestros días en un ejército de mercenarios, protege la infancia, no permitas que los toquen, a ninguno, porque ellos son el futuro de todo, y ya. Si perteneces a un idioma con el que sueñas, hablas y piensas, difúndelo y promociónalo, que puedas estar frente a otro con uno muy distinto y que lo respete y aprecie, y ojalá lo hable, o tú lo incentives con toda suerte de métodos a hacerlo, porque eso es educación, y eso es cultura, y con ello viene la tolerancia, y por ende, la universalidad. Y la universalidad es necesaria, importante, porque si llega una enfermedad como esa pandemia, como esa zorra, no tendrá tanto poder, o será mirada en menos, y eso ayudará dentro de casa, y también fuera, ¿para qué? Para no sentir compasión. Y a lo mejor si no la sientes, ese otro, tu amigo, o el que pase [o tú mismo] la ola lo tire en la orilla, vea el sol, sienta el calor, y se ría. Si no hay cura, es lo mejor que podemos hacer… si tocan a la puerta. Que entre, que se siente en el sofá, abre una botella, ponle una película de Kusturica, prende un cigarrillo y siéntate a su lado, y tírale el humo en la cara… Que le den. Y ya. 



No hay comentarios: