Image::MR JAMES KARALES PHOTOGRAPHER © CANTON::
El domingo recién pasado, la cabecera británica “The Guardian” 
publicaba un artículo de opinión sobre el rol de las revistas femeninas 
respecto a su alejamiento de la realidad intrínseca de la vida de las 
mujeres, las de carne y hueso, o sea, la de todas. La periodista Eva 
Wiseman, básicamente, no les daba más importancia que aquella de pasar 
páginas como en la consulta del ginecólogo en el más desinteresado de 
los desaires, con más preocupación en el propio entrepiernas que en una 
cascada de recomendaciones sobre cosmética, dietas, cómo tratar a los 
hombres y cómo elegir vestido de novia. Después de recorrer el sinnúmero
 de sitios virtuales de esas revistas para confirmar la impresión de 
Eva, salí a la calle en su búsqueda. Di con “Vogue”, “Cosmopolitan”, 
“Harper´s Bazaar”, “Marie Claire”, “Elle”, “Glamour” y otro par de 
publicaciones locales. Sentado en un café comencé la revisión, página 
por página, una a una, en silencio, leyendo editoriales, entrevistas, 
artículos, notas, todas, durante casi cuatro horas. Con las locales te 
descojonabas [de verdad no tenían desperdicio] y luego con las globales 
fruncías el ceño, y no por el dolor de cabeza que te producían, sino por
 la reflexión de Wiseman. La mujer tenía razón. 
Se apoyaba su 
opinión, ¿Por qué? Porque habría que ver a quién ostras podría interesar
 esa cantidad infinita de superficialidad cutre en tantos kilos de 
papel, y habría que verlo porque en su interior, más que información, lo
 que integraban era un cansino y antiguo esquema editorial que es, desde
 aquellos años donde realmente funcionaba, a estos, un disparate. 
Disparate en el sentido de que resulta difícil que un hombre coherente, 
decente y al ritmo de los tiempos que vivimos, llegase a poder 
interesarse por una mujer que replicase las recomendaciones de esas 
revistas, tan alejadas de la realidad, por todo el dinero y la clase del
 mundo que se tenga [o se pretenda tener… la fauna es grande]. El mundo 
ya no funciona igual, para fortuna de unos y desgracia de otros. En el 
pasado caballeros esas revistas tenían un rol importante dentro de la 
vida de las mujeres, que era apoyar su refinamiento en todas las áreas 
que conforman el abanico de la femineidad, medios de comunicación al 
servicio de la opinión, la ilusión y la vida de una minoría, antaño, 
relegada a un segundo plano en beneficio de los hombros, para los que 
parecía escribirse toda la prensa durante décadas. En eso radicó la 
importancia que esas principales cabeceras tuvieron en sus tiempos 
dorados, por algo se convirtieron en leyendas. Todo eso, hoy, se ha ido 
al garete. Sin desmerecer el trabajo de sus respectivas editoras, y el 
de todos esos equipos [conociendo de primera mano el ritmo de trabajo 
frenético que aquello conlleva para sacar número mes a mes], las 
revistas femeninas se han convertido en una pedante representación de lo
 más triste del mundo moderno, un truco irrelevante para maquillar la 
confusión del glamour con la vulgaridad, la inteligencia con el 
espectáculo, la belleza con la esclavitud personal que aquello acarrea, 
uniéndolo todo como en un ballet mecánico [de cabaret], generando una 
gran nada, perdiendo reglas que en sus tiempos dorados eran ley, que en 
mayor o menor medida orientaban una época. Terminaron todas por 
convertirse en una extensión del patético “show business” que resulta 
gancho imprescindible para asegurar ventas y la propia permanencia, la 
supervivencia. ¿De qué te entraban ganas? Pues de tirarlas todas a la 
basura. Por supuesto, ninguna de ellas llegó a casa. Hablemos de pesos 
muertos. ¿No me creen? Basta mirar, hace nada, la repercusión global que
 tuvo la gala anual del Metropolitan Museum de Nueva York, donde capitaneada
 por la ya mediática Anna Wintour, agolpó cual rebaño numerado una 
cantidad de celebridades de la moda, la música, el cine y vaya uno a 
saber qué más. Usando de chivo expiatorio a las creadoras italianas 
Miuccia Prada y Schiapparelli, recolectó millones de dólares de un solo 
plumazo, volvió a posicionar a Vogue como una de las revistas insignia 
del conglomerado editorial CondéNast y de paso, ella misma se aseguró, 
como dando otro martillazo al clavo en el muro, esa imagen edulcorada de
 celebridad, iniciada gracias a un film inspirado en ella misma [que 
absolutamente todo el mundo se ha tragado], en una megalomanía que 
representa a ciencia exacta lo que el mundo de la moda se convirtió, o 
al menos las revistas femeninas… una horterada. 
Lo paradójico de 
todo esto estimados lectores, es que los mismos más grandes creadores 
vivos, vean esas revistas femeninas como esa periodista del Guardian: a 
la rápida. Sólo para asegurarse ver los avisos publicitarios de sus 
enseñas impresas y a las actrices, cantantes y chicas de turno vestidas 
con lo propio. Y ya. Wintour lo sabe, y muy bien. Probablemente ni ella 
misma preste mucha atención el kilo de papel en sus manos recién salido 
de imprenta. Honestamente lo dudo. Ya no se trata de “Vogue”. Se trata 
de ella. La marca es ella, y ese es su objetivo. Nadie dice que esté mal
 [todo el mundo quiere trascender, vamos].  Lo preocupante es que 
mujeres alrededor del mundo entero crean que eso es glamour, o estilo, o
 decencia, porque de eso, aunque les hierva la sangre, no existe nada. 
Lo del MET fue, una vez más, una gruesa confirmación. ¿Por qué? Porque 
una mujer con glamour, estilo o decencia, la de la vida real, la de 
carne y hueso, que se valga como mujer en su propia femineidad, se 
preocupa de las cosas que realmente le afectan, en la propia comprensión
 de la vida. En medio de una crisis gigantesca, un ejército de 
desclasados en los arrimos del poder, otro tanto de mercenarios tras su 
cuenta bancaria y la paulatina defensa de la individualidad egoísta que 
el mundo moderno alimenta cual carnicero a las hienas, en un consumo 
grotesco, eso que ahuyenta al hollywoodense príncipe azul con las que 
todas sueñas [inventado por Walt Disney, claro está] sinceramente, no 
creo que preste atención a un kilo de papel en sus manos que la oriente 
cómo elegir un vestido de novia, o a comprar zapatos u otras sandeces 
por el estilo… eso es de estúpida, y ni la misma cultura americana [cuna
 de la estupidez] se encuentra por estos días en la bonanza del sueño 
americano que les permitió a sus musas [en su tiempo] la posibilidad de 
la imbecilidad. En esto podríamos sacar a Vicente [MR Vicente Verdú] 
cuando se refiere al arte del engaño. En el juego de la mendacidad se 
encuentra la insidia o la estratagema pero también lo ilusorio y lo 
sugestivo. En ocasiones, el fenómeno de la captación se produce mediante
 el brillar de las propias lentejuelas pero otras se decide en el juego 
de bolos de las pupilas que contemplan. La mentira es un fornido pilar 
de civilización. De manera que, como puede constatarse en nuestros 
tiempos de gran crisis o en los de gran prosperidad el aura de la 
pobreza y de la riqueza, respectivamente, contribuyen a exacerbar la 
falacia de la comunicación. La mentira espolvorea cual azúcar a 
panqueque la historia, y se convierte en un sonoro granizo cuando los 
tiempos aprietan, como ahora. O en pólvora casi diariamente. El emisor 
puede ser honesto o no, paleto o culto pero en su oficio la calidad del 
artificio decide la autenticidad de su valor. Los profesionales, sin 
embargo, y sobre todo cuanto más oficio tienen son conspicuos fulleros. 
De ahí que se diga que se sacan siempre nuevas cartas de la manga. 
Cartas mágicas tanto más singulares cuanto mejor se esmaltan de buenas 
mentiras. En el artista, la argucia bien aplicada es la ganzúa 
hacia el éxito de la comunicación puesto que el arte es eminentemente 
ladrón. Nos roba el alma, el corazón, el gusto, la memoria. Viene a 
sacudir una existencia diaria, relativamente determinada, con otra de 
mayor indeterminación. Olor a menta, fresa, pestilencias, la creación 
artística nos recrea y de la misma forma que las réplicas nos fascinan y
 las falsificaciones nos liberan el arte nos salva de la verdad 
imperial. La verdad tan pura que acaba inexorablemente por matar.  Sea a
 lo mejor por eso que las mujeres contemporáneas vayan de a poco 
desvinculándose de este tipo de productos editoriales. Todas esas 
editoras debieran modernizarse, profundamente, si pretendieran 
sobrevivir a la crisis del papel con dignidad, manteniendo ese poder de 
su época dorada sin bajarse la falda a ese violador del entretenimiento,
 que todo lo parte, que todo vulgariza, que heredó lo peor de Hollywood…
 debiesen caer en la cuenta que son editoras, no actrices de cine. 
De
 esto se desprende la pregunta de si, pese a sufrir los embates de una 
crisis sin parangón, desde lo editorial, desde lo económico y desde lo 
intelectual, ¿ Será más noble continuar en el vía crucis de producir 
revistas más “avant-garde” en un elegante anonimato, las que realmente 
leen en intimidad los más connotados y románticos creadores, como Alaïa,
 Margiela o la misma Prada, y por un lento pero cada vez mayor número de
 lectores, o será mejor cortar por lo sano, seguir el modelo Wintour, 
asegurar la supervivencia y convertirte en otro más de aquel circo 
hortera postmoderno cultivando ese arte, el arte del engaño?... ¿Sería 
mejor pasar de la ilusión que una revista descansase desde su salida de 
la imprenta en las bibliotecas y salones de las casas junto a los libros
 y pasar de la pena de que todo ese trabajo termine en el bote de la 
basura, como a Wintour da la impresión de importarle? Paradojas del 
couché. Supongo que al final, serán las mujeres las que tengan la última
 palabra. Todo esto, al final, es para ellas… aunque quieran engañarlas,
 ya no viven en Hollywood, y hay que defenderlas. ¿Por qué? Porque son 
nuestras musas, todas. Y os lo dice un hombre, y uno que ama el papel, 
con locura. Nada más. 
 

 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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