Image::MR BRYAN HUYNH PHOTOGRAPHER © TORONTO::
MR Federico García Lorca, a
propósito de esas recién descubiertas cartas entre él y Salvador Dalí, fue el
que popularizó aquella expresión “Verde que te quiero verde”, ese mismo verde
que lo inspiró a él, a Dalí y un sinnúmero de artistas y no artistas para coger
una mochila y partir a encontrarse con la sublimidad de la naturaleza, o a
radicarse por un tiempo o de por vida lejos del mundanal ruido de la ciudad y
la falta de piedad del cemento. Pues bien. Una serie de sucesos, provocó que
quién os escribe, hace dos días, haya cogido todo y partido rumbo a una cabaña
al medio de un bosque virgen, en el extremo sur del mundo, por la patagonia
chilena, desde donde ahora os escribo. Y ese cambio radical va siendo, cuando
menos, inmensamente tranquilizador, además de fervientemente inspirador.
En estos momentos, donde el mundo
se cae a pedazos víctima de las industrias, la política y la avaricia
superfomentada por los tiempos modernos y la violación del capitalismo, moverte
a una cabaña al medio de la nada, donde difícilmente se tiene acceso a
suministros básicos o cualquier atisbo de civilización y encontrarte con
extensiones interminables de bosque virgen, avanzar por un camino de tierra
arriba de un taxi de hace dos décadas o más, entre medio de árboles milenarios
con troncos que tus brazos no alcanzan a abrazar por su tamaño, cada tanto
tramo un campesino montado en una carreta tirada por bueyes, que se vaya y
caigas en la cuenta que estás, literalmente solo al medio de la nada, y al
mismo tiempo, de mucho, muchísimo, es una sensación extraña de explicar… y sin
ropa térmica, ni técnica preparada bajo sofisticados sistemas de prueba a
climas extremos ni toda esa parafernalia inventada para que la persona tenga
esa impresión que se va uno de viaje seguro a un safari al medio del áfrica… de
gilipollas. A lo mejor, en principio, la sensación de extrañeza se deba al
sentimiento de inseguridad por el acostumbramiento a los lujos y comodidades
que ofrece la civilización, o a su falta. Y segundo, por la sensación de eso,
de estar completamente solo, con transporte público paupérrimo una vez por
semana, el hospital más cercano a incontables kilómetros de distancia, como
algún centro de abastecimiento para comida a la misma distancia… pero sin
necesidad de escuchar de parte de la gente las imbecilidades que a diario te
acostumbras a escuchar, o a soportar, o directamente a no aguantar y terminar
en discusiones, peleas o mandando a este o al otro a tomar por culo. Pues en un
chasquido de dedos, estar a solas en un silencio solemne, escuchar un ruido,
asomarte a la ventana con cuidado y ver una familia de treinta codornices, dos
grandes y el resto todas pequeñas, caminando frente de la puerta de tu casa de
forma torpe, como los pingüinos, no puede más que dibujarte una sonrisa en la
cara y provocarte una risa que hace que vuelen, todas, a la vez, asustadas, en
bandada como si fuesen un pelotón.
Y suma y sigue. De nada, aparece
un perro en tu puerta, guapo, de ojos grandes moviendo la cola. Le das un
recipiente con agua, y al día siguiente ahí sigue, sentado, esperándote a los
pies de la banca fuera de tu cabaña. Y se te arma el panorama, y el de todos
los días siguientes. Rodeado de más de tres mil tipos distintos de verde, ese
verde de García Lorca, vas andando por ese camino de tierra casi intransitable,
encontrándote con pequeñas casas como un milagro, donde habitan gentes con sus
historias y creencias ancestrales cargadas de mitos y leyendas, esas mismas
creencias que describieron en sus novelas todos esos escritores pertenecientes
al Boom Latinoamericano de los años cincuenta, que cautivaron al mundo entero,
en todos sus idiomas, narrando de
abuelos y nietos, fantasmas y ritos… cercano a un río de aguas oscuras
simulando ser un espejo perfecto de un cielo que por las noches simula también
ser una carísima joyería, con estrellas brillando como diamantes que te enseñan
a identificar con certeza entre tierra firme y charcos de agua, estimulando tus
sentidos. La vista, el olfato, el tacto, el oído y el gusto ante el propio
instinto de supervivencia… es, sencillamente, alucinante.
Dicen que cuando uno pierde el
contacto con la naturaleza, pierde el contacto con uno mismo, y por ende, con
los demás, y es en ese punto cuando el hombre se empieza a transformar para
volverse despiadado, convirtiéndose en un monstruo, destruyéndolo todo, y
destruyéndose a sí mismo… y debe ser cierto, porque ese sentimiento de paz,
tranquilidad y armonía que todos sienten cuando permanecen rodeados de
naturaleza virgen, no es patrimonio de ciudades, ni de sus habitantes. Y las
ciudades cambian, todo el tiempo, y con ello, también sus habitantes van
cambiando según sus caprichos, algunas veces cambiando a un punto de volverse
irreconocibles, y cuando caen en la cuenta de ello, las personas empiezan a
generar crisis hasta el estallido, y ya están metidos en eso hasta el cuello, y
no puede ser bueno, ni saludable… el hecho de cambiar, de transformarse en lo
que el capricho del cemento quiera. Y a ese cabrón, al cemento, uno no se lo
puede permitir, ni tolerar. Del sitio donde me encuentro, dicen que no existe
el progreso, y que tampoco su gente progresa, estancándose en la nada al medio
de la nada. Y es cierto. Ahora bien, la pregunta que se me formula en la cabeza
es… el para qué quieres progresar en un sitio así… ni el sitio ni su gente lo
necesita. Su gente progresa a medida que pasan los años a medida que crecen, y
sus conocimientos van incrementándose sólo a través de la experiencia de vida
propia, y los instintos básicos, en un ambiente que aún no logra ser devastado
por la vorágine de ese famoso “progreso”, que como la mayoría creo, se va dando
cuenta, sólo ha provocado que demos pasos en falso, hacia atrás, retrocediendo
a cada paso que pretendemos avanzar… es decir, la más alta y edulcorada imbecilidad
promovida por el fabuloso progreso… que les den.
Y me parece importante hablarles
del sentido de supervivencia, porque una cosa es sobrevivir en la selva de
cemento, pero otra muy distinta es hacerlo en una de verdad, sin prácticamente
posibilidades de ayuda, y eso puede que se transforme en el mejor entrenamiento
para darle a las cosas la importancia que se merecen, pero tampoco más de la
que realmente tienen, porque al menos, para la naturaleza, ese es su sistema
judicial. Dentro de las áreas creativas, desde que existen entre los humanos,
entendimiento y raciocinio, sus más altas representaciones han venido de todo
aquello que se inspire en eso, en la naturaleza. Y han sido siempre las más
alabadas, ¿Por qué? Porque ella no responde ni sigue a los caprichos de nadie,
siendo aún más importante y universal. ¿Por qué? Porque ella misma, es el más
alto capricho, sin dejarle a nadie, absolutamente a nadie, la posibilidad de
igualarla. En eso radica su importancia, porque es lo más cercano a lo divino,
y se le debe rendir pleitesía, porque en su cercanía, sin lugar a dudas,
generará otro boom, y no solamente literario, estoy convencido de ello, y a
ojos cerrados. Naturaleza. De ahí venimos. No lo olvide.
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