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18.6.13

NATURALEZA

Image::MR BRYAN HUYNH PHOTOGRAPHER © TORONTO::

MR Federico García Lorca, a propósito de esas recién descubiertas cartas entre él y Salvador Dalí, fue el que popularizó aquella expresión “Verde que te quiero verde”, ese mismo verde que lo inspiró a él, a Dalí y un sinnúmero de artistas y no artistas para coger una mochila y partir a encontrarse con la sublimidad de la naturaleza, o a radicarse por un tiempo o de por vida lejos del mundanal ruido de la ciudad y la falta de piedad del cemento. Pues bien. Una serie de sucesos, provocó que quién os escribe, hace dos días, haya cogido todo y partido rumbo a una cabaña al medio de un bosque virgen, en el extremo sur del mundo, por la patagonia chilena, desde donde ahora os escribo. Y ese cambio radical va siendo, cuando menos, inmensamente tranquilizador, además de fervientemente inspirador.




En estos momentos, donde el mundo se cae a pedazos víctima de las industrias, la política y la avaricia superfomentada por los tiempos modernos y la violación del capitalismo, moverte a una cabaña al medio de la nada, donde difícilmente se tiene acceso a suministros básicos o cualquier atisbo de civilización y encontrarte con extensiones interminables de bosque virgen, avanzar por un camino de tierra arriba de un taxi de hace dos décadas o más, entre medio de árboles milenarios con troncos que tus brazos no alcanzan a abrazar por su tamaño, cada tanto tramo un campesino montado en una carreta tirada por bueyes, que se vaya y caigas en la cuenta que estás, literalmente solo al medio de la nada, y al mismo tiempo, de mucho, muchísimo, es una sensación extraña de explicar… y sin ropa térmica, ni técnica preparada bajo sofisticados sistemas de prueba a climas extremos ni toda esa parafernalia inventada para que la persona tenga esa impresión que se va uno de viaje seguro a un safari al medio del áfrica… de gilipollas. A lo mejor, en principio, la sensación de extrañeza se deba al sentimiento de inseguridad por el acostumbramiento a los lujos y comodidades que ofrece la civilización, o a su falta. Y segundo, por la sensación de eso, de estar completamente solo, con transporte público paupérrimo una vez por semana, el hospital más cercano a incontables kilómetros de distancia, como algún centro de abastecimiento para comida a la misma distancia… pero sin necesidad de escuchar de parte de la gente las imbecilidades que a diario te acostumbras a escuchar, o a soportar, o directamente a no aguantar y terminar en discusiones, peleas o mandando a este o al otro a tomar por culo. Pues en un chasquido de dedos, estar a solas en un silencio solemne, escuchar un ruido, asomarte a la ventana con cuidado y ver una familia de treinta codornices, dos grandes y el resto todas pequeñas, caminando frente de la puerta de tu casa de forma torpe, como los pingüinos, no puede más que dibujarte una sonrisa en la cara y provocarte una risa que hace que vuelen, todas, a la vez, asustadas, en bandada como si fuesen un pelotón.




Y suma y sigue. De nada, aparece un perro en tu puerta, guapo, de ojos grandes moviendo la cola. Le das un recipiente con agua, y al día siguiente ahí sigue, sentado, esperándote a los pies de la banca fuera de tu cabaña. Y se te arma el panorama, y el de todos los días siguientes. Rodeado de más de tres mil tipos distintos de verde, ese verde de García Lorca, vas andando por ese camino de tierra casi intransitable, encontrándote con pequeñas casas como un milagro, donde habitan gentes con sus historias y creencias ancestrales cargadas de mitos y leyendas, esas mismas creencias que describieron en sus novelas todos esos escritores pertenecientes al Boom Latinoamericano de los años cincuenta, que cautivaron al mundo entero, en todos sus idiomas,  narrando de abuelos y nietos, fantasmas y ritos… cercano a un río de aguas oscuras simulando ser un espejo perfecto de un cielo que por las noches simula también ser una carísima joyería, con estrellas brillando como diamantes que te enseñan a identificar con certeza entre tierra firme y charcos de agua, estimulando tus sentidos. La vista, el olfato, el tacto, el oído y el gusto ante el propio instinto de supervivencia… es, sencillamente, alucinante.




Dicen que cuando uno pierde el contacto con la naturaleza, pierde el contacto con uno mismo, y por ende, con los demás, y es en ese punto cuando el hombre se empieza a transformar para volverse despiadado, convirtiéndose en un monstruo, destruyéndolo todo, y destruyéndose a sí mismo… y debe ser cierto, porque ese sentimiento de paz, tranquilidad y armonía que todos sienten cuando permanecen rodeados de naturaleza virgen, no es patrimonio de ciudades, ni de sus habitantes. Y las ciudades cambian, todo el tiempo, y con ello, también sus habitantes van cambiando según sus caprichos, algunas veces cambiando a un punto de volverse irreconocibles, y cuando caen en la cuenta de ello, las personas empiezan a generar crisis hasta el estallido, y ya están metidos en eso hasta el cuello, y no puede ser bueno, ni saludable… el hecho de cambiar, de transformarse en lo que el capricho del cemento quiera. Y a ese cabrón, al cemento, uno no se lo puede permitir, ni tolerar. Del sitio donde me encuentro, dicen que no existe el progreso, y que tampoco su gente progresa, estancándose en la nada al medio de la nada. Y es cierto. Ahora bien, la pregunta que se me formula en la cabeza es… el para qué quieres progresar en un sitio así… ni el sitio ni su gente lo necesita. Su gente progresa a medida que pasan los años a medida que crecen, y sus conocimientos van incrementándose sólo a través de la experiencia de vida propia, y los instintos básicos, en un ambiente que aún no logra ser devastado por la vorágine de ese famoso “progreso”, que como la mayoría creo, se va dando cuenta, sólo ha provocado que demos pasos en falso, hacia atrás, retrocediendo a cada paso que pretendemos avanzar… es decir, la más alta y edulcorada imbecilidad promovida por el fabuloso progreso… que les den.




Y me parece importante hablarles del sentido de supervivencia, porque una cosa es sobrevivir en la selva de cemento, pero otra muy distinta es hacerlo en una de verdad, sin prácticamente posibilidades de ayuda, y eso puede que se transforme en el mejor entrenamiento para darle a las cosas la importancia que se merecen, pero tampoco más de la que realmente tienen, porque al menos, para la naturaleza, ese es su sistema judicial. Dentro de las áreas creativas, desde que existen entre los humanos, entendimiento y raciocinio, sus más altas representaciones han venido de todo aquello que se inspire en eso, en la naturaleza. Y han sido siempre las más alabadas, ¿Por qué? Porque ella no responde ni sigue a los caprichos de nadie, siendo aún más importante y universal. ¿Por qué? Porque ella misma, es el más alto capricho, sin dejarle a nadie, absolutamente a nadie, la posibilidad de igualarla. En eso radica su importancia, porque es lo más cercano a lo divino, y se le debe rendir pleitesía, porque en su cercanía, sin lugar a dudas, generará otro boom, y no solamente literario, estoy convencido de ello, y a ojos cerrados. Naturaleza. De ahí venimos. No lo olvide.


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