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El texto que ahora mismo tiene en
sus manos, es un conjunto de reflexiones relacionadas con la belleza, en la
concepción muy personal de quien os escribe, y más aún, de todo aquello que por
nuestra época, significaría el mayor terrorismo contra eso: La Belleza. Desde
cosas hasta actitudes pasando por los pensamientos, correlativo todo a nuestra
actual sociedad de consumo y que va fabricando cual Farenheit 451, una
sobreproducción de estupidez congénita, a nivel masivo, en nuestra época post
moderna. Y son hordas, y están por todos sitios. Es una plaga de ovejas
lobotomizadas, y se reproducen a una rapidez asombrosa, que deja sin palabras,
como los conejos. No es la intención insultar a nadie, o a lo mejor lo es
hacerlo a todo el mundo en un sentimiento absoluto de misantropía exacervada.
Lo cierto es que estas reflexiones, por todo lo alto, no pretenden agradar a
nadie. Absolutamente a nadie. Y a Usted también lo incluyo. Tampoco es
intención de quién os escribe conseguir apoyo, ni seguidores ni superventas en
plan bestseller, ni nada por el estilo (de por cierto, a mi muy personal
entender, nada más cutre). Simplemente
es entregarle ciertos aspectos de la vida diaria en reflexiones que pueda o no
compartir, pero como mínimo, le hará prestar más atención a ciertas cosas en
las que antes, a lo mejor, no se había detenido a reflexionar. Con esto no
estoy inventando nada, tampoco seré, desde luego, el primero en decirlo, ni el
último. Y la verdad, me tiene sin cuidado.
Tampoco pretenderé usar un lenguaje formar y rebuscado, porque para qué. Si la
idea es que se lo pase bien y también piense, no que se transforme todo esto en
un sacrosanto coñazo. Esto no es para estudiantes de letras, ni de filosofía o
filología, sociología o ciencias políticas, o a lo mejor, más para ellos y su
pedantería que para Usted. Es igual, el tema es que Usted sea el que comprenda,
porque a buen entendedor, pocas palabras. Si puedo sintetizar esto en cuatro,
no usaré ocho. Puede estar seguro.
La idea de formalizar estas
reflexiones, vienen de permanecer durante más de una década, ininterrumpidamente,
inmerso en el centro de los mundos del arte, el diseño y la moda de primer
nivel, como artista, diseñador industrial, editor y columnista de algunas de
las revistas con más prestigio internacional hasta nuestros días, por lo cual,
puede Usted tener la seguridad que no le contaré chorradas, ni me iré por las
ramas. Se lo prometo. También puede confiar en el sentido que durante esa
década, quién le escribe entra y sale de una tan rápidamente como entra y sale
de la otra, y así sucesivamente durante diez años, lo que provoca una
dinamización constante en la percepción del desarrollo de todas estas áreas, y
al mismo tiempo, ser testigo presencial, de algunos de los ejemplos más
espectaculares y desproporcionados de la imbecilidad humana del ser de a pie, o
del que sueña con la fama, o el que se siente y se cree un iluminado, o el que
se flipa con los fhashes, y otras cuantas mamarrachadas más de un verdadero
circo de segunda clase que es en lo que todo se ha convertido, muy a mi pesar.
Si Usted alguna vez soñó con ser una persona famosa, o prestigiosa y jamás lo
logró, no se amargue, sino todo lo contrario, péguese con una piedra en el
pecho. En la época de los grandes diseñadores de moda (cuando estaban vivos), o
en la época dorada de Hollywood, o en las épocas donde bullían cual olla a
presión movimientos como la Bauhaus, el Surrealismo o el pop norteamericano de
los setenta, pues si, hubiese sido un privilegio…. Un verdadero puntazo. Pero
ahora, créame, considérese en el anonimato, uno de los seres más afortunados
sobre el suelo firme, porque no lo necesita, ni lo necesitará… por su propio
bienestar y salud mental. Quédese donde está, porque es lo mejor que puede
pasarle en la vida.
Me gustaría partir por cuál
sería, a vista de todos, el concepto de belleza. Ciertamente es una cosa muy
subjetiva. Podríamos decir que una chica guapa es una mujer delgada, de rasgos
angulosos rozando el imaginario anglosajón o escandinavo de las razas blancas,
o chicos que se asemejen lo máximo posible a los cánones de los patrones
clásicos griegos, que son los usados, en el primer caso, por las revistas de
moda, y en el segundo, por los profesores de dibujo en las escuelas y
facultades de arte del mundo entero, también por los cirujanos plásticos. Desde
aquí, pues ya partimos mál. Imagínese, para después, cómo se ve el patio. Pero
bueno, sigamos. Después consideramos como bello creaciones ligadas a la alta
cultura, como el ballet, la música clásica, la ópera, la pintura y la escultura
en lo que el Louvre nos muestra, una vez más, mirando de nuevo a lo occidental
europeo. Pues menuda gilipollez. Esa concepción, impuesta a través de centurias
por el occidente europeo a modo casi propagandístico de una supuesta
superioridad por sobre el resto de razas y lugares, en la década de los
cincuenta sufrió su primer traspié, como bailar una lambada arriba, en la
Copacabana de Río de Janeiro con el Cristo redentor de testigo en pleno año
nuevo, tropezarte y caer rodando escaleras abajo con tu vestido de fiesta, o tu
frac, empapado en caipiriña y pegoteado en purpurina y papel picado. Pues así
estaba el tema. Fue gracias a un grupo de escritores provenientes todos de la
parte más austral del mundo conocidos como el “Boom Latinoamericano”, integrado
por algunos nombres como Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa, Gabriel García
Márquez o Roberto Edwards, entre otros cuantos de primer nivel. ¿Qué hicieron
ellos? Pues bien, sencillamente, embrujaron al mundo entero con novelas que
transportaban al lector a mundos secretos dentro de bosques en la Patagonia, o
a pueblos perdidos detenidos en el tiempo donde fantasmas de abuelas muertas
tomaban la merienda con sus nietas pequeñas, cargados de mitos, leyendas y
creencias en espíritus de la Sudamérica profunda que la Europa occidental jamás
supuso (dentro de su avanzado progreso) que aquello existiese, de que esa
rudimentaridad fuera capaz de subsistir y añorando con todas sus fuerzas
conocer un pueblo como Macondo, o a hombres con la personalidad y los huevos
del Che Guevara al medio de la selva o arriba de una moto subiendo por
Sudamérica en un tiempo donde ese continente era azotado por dictaduras
sanguinarias, asesinatos a sangre fría y en donde todo ese grupo, con centro de
operaciones en París, empezaban a narrarlo, y dar la vuelta al mundo traducidos
en todos los idiomas conocibles sobre sus historias de campo, sencillez y la
poesía que toda simplicidad guarda como un diamante en bruto. Aquello fue una
bofetada a palma abierta para la arrogancia francesa o inglesa de sus letras y
su cultura, y el boom aquel cambió la forma de hacer literatura, haciéndote
sentir cercano, no un ignorante como pretendían las letras galas o británicas
con su rebuscada verborrea, y porque los “sudacas” escribían de tú a tú, pero
traducían por su lado obras maestras del ruso o el polaco. Don´t fuck. Eran
únicos.
Por esa misma época, ya estaban
en auge los surrealistas y anteriores Dadaístas iniciados por Tristan Tzara y
compañía, que junto a los del boom y los diseñadores de moda parisinos,
hicieron que la ciudad de las luces brillaran como nunca antes, volviéndola el
epicentro de todo lo que artísticamente el mundo desarrollado y la
intelectualidad internacional pudiese llegar a aspirar. ¿Y cuál fue uno, sino
el más importante, de los motivos por lo que aquello sucedió? Pues por la
cantidad de culturas diversas que confluían ahí. Fue un delirio para los
sentidos, para la creatividad y para todo lo que nació de esa confluencia de
realidades diversas. Esa misma provocación de istmos culturales que han hecho
en la contemporaneidad de ciudades como Nueva York, Londres, Berlín o Barcelona
lo que son. Metrópolis internacionales, donde la diferencia de culturas provoca
que existan gustos para todos, y asimismo, centros de inspiración por montón
gracias a esa misma diversidad. Es una fantasía. Aquello, por ejemplo, en el
mundo de la moda, es casi una obligación, dado su carácter internacional en
donde cada colección debe ser de gusto universal, horizontal y entendible para
cualquier mujer en cualquier rincón del planeta. Con sus variaciones para cada
cultura, claro está, pero en general, tienden a ser bastante equitativas. Los
del boom fueros un boom precisamente por la misma razón. Por lograr la
universalidad de sus mensajes, de sus textos, que podían tocar a cualquier
persona en el mundo, porque trataban temas que son comunes para cualquiera, que
son los instintos y sentimientos básicos como la rabia, la alegría, el odio y
el amor, que ninguno de ellos diferencia en condiciones, realidades ni razas. Y
esto es importante, porque en esto radica uno de los elementos claves de la
elegancia, que es guardaespaldas de la belleza… que es la tolerancia y el
respeto por la diversidad, cosa que en nuestros tiempos va en picada, como un
avión sin gasolina directo al mar, como si de las lecciones de la historia no
hubiésemos aprendido absolutamente nada. A punto está de morir Nelson Mandela,
y de él, uno precisamente de los del boom, Vargas Llosa, dedica palabras antes
de su fallecimiento, y se refiere a la belleza en el sentido más depurado de lo
que podría corresponder a la política, y también es importante, porque es parte
esencial de cualquier ser humano, por muy apolítico que se declare (porque es
una falacia). Vargas Llosa dice de Mandela que transformó la historia de
Sudáfrica de una manera que parecía inconcebible y demostró, con su
inteligencia, honestidad y valentía que en el campo de la política a veces los
milagros son posibles. Eso es una de las máximas de la belleza, y Mandela fue
representante cabal de ello. Ante la figura de Mandela, su historia y su
figura, los políticos de hoy, contemporáneos, que gobiernan su país y también
el mío, como primer ejemplo, vendrían a ser de los primeros y más grandes
enemigos de la belleza, con todas sus letras. Nelson Mandela, el político más
admirable de nuestra época, fallecerá pronto, a los noventa y cinco años convertido en
una leyenda y reverenciado en el mundo entero. Y es justo partir todas estas
reflexiones sobre la belleza en su figura, porque por una vez podremos estar
seguros, completamente, de que todos los elogios y flores que lloverán sobre
su tumba el día del funeral donde por instantes se detendrá el mundo entero en un
minuto de silencio por un solo hombre, serán justos por todas esas razones que
Vargas Llosa nombraba más arriba. Todo ello se gestó en la soledad de una
conciencia, en la desolada cárcel de Robben Island donde “Madiba” llegó en mil
novecientos sesenta y cuatro a cumplir una cadena perpetua de trabajos
forzados, en esa isla frente a las costas de Ciudad del Cabo rodeada de
remolinos y tiburones, en una celda tan pequeña que parecía la jaula de un
animal, con una estera de paja, potaje de maíz tres veces por día, mutismo obligatorio,
visitas de media hora cada seis meses y el derecho de enviar y recibir sólo dos
cartas por año, donde estaban prohibidas la política y la actualidad,
precisamente de lo que le hablo en estas líneas, en plena democracia. Ahí
pasaría nueve de los veintisiete años que pasó tras las rejas en ese sitio.
Mandela no se suicidó. Tampoco
enloqueció. Usó todo ese tiempo libre de reclusión para meditar, revisar sus
propias ideas, ideales y hacerse una autocrítica radical sobre sus
convicciones, alcanzando esa serenidad y sabiduría que a partir de ese momento
guiarían todas sus iniciativas políticas. Llegó a la conclusión que la lucha
contra la opresión y el racismo en África del Sur debía hacerse por métodos
pacíficos, es decir, buscar una negociación con la clase dirigente de la
minoría blanca a la que debía persuadirse de que permaneciera en el país porque
la convivencia entre ellos y África era posible y también necesaria cuando
Sudáfrica fuera una democracia gobernada por la mayoría negra, en una época cuando
esa concepción era directamente un juego mental ajeno de toda noción de
realidad. Y resulta una maravilla saber que Mandela, consciente de las
altísimas dificultades que encontraría en el camino, lo trazara, lo emprendiera
y perseverara en él sin caer en la desmoralización ni por un solo momento,
consiguiendo veinte años después ese sueño imposible, esa transición pacífica
del Apartheid a la libertad y que el grueso de la comunidad blanca permaneciera
en un país junto a los millones de negros y mulatos sudafricanos que por la
persuasión de Mandela, su ejemplo y sus razones, habían olvidado los agravios y
crímenes pasados y perdonado… vamos, que ni en la biblia. Prácticamente ninguna
historia similar de un hombre vivo nos ha sido contada en los libros de historia
con semejante poder de convicción, paciencia, voluntad de acero y heroísmo como
la de Mandela. Más digno aún de
reconocimiento por el trabajo que hasta por sobre el fin, que fue contagiando
poco a poco sus ideas y convicciones al resto de sus compatriotas que por los
increíbles servicios que prestaría después, desde el Gobierno, a sus
conciudadanos y a la cultura democrática. Mandela fue el mejor y último de los
ejemplos que tuvimos para demostrar que la política, a lo contrario de nuestra
actualidad, puede ser una actividad para mejorar la vida, reemplazar el
fanatismo por la tolerancia, el odio por la solidaridad, la justicia por la
injusticia, el egoísmo por el bien común y que existen políticos como ese
estadista sudafricano, que dejaron su país y el mundo, mucho mejor de cómo lo
encontraron. Si eso no es belleza, completa, absoluta y extraordiaria, pues
dígame Usted qué coño es. De esta premisa partimos para empezar nuestro
análisis de la belleza, y su insulto. Tras el caso de Mandela, pues salga a la
calle y verá cómo su ejemplo, para el común de la gente, es cosa del pasado.
España discrimina a niveles superiores en la actualidad gracias a la crisis
financiera a los inmigrantes latinoamericanos, como magrebíes y de Europa del
Este. Asimismo, todos los países sudamericanos discriminan de la misma forma a
sus poblaciones indígenas, o las minorías blancas descendientes de inmigrantes
a sus propios coterráneos por sus rasgos faciales en una lucha de clases sin
control que poco y nada avanza en su difuminación. Y todos. Los americanos con
mexicanos y centroamericanos, Francia con los negros y árabes, Alemania con los
turcos, Italia con los rumanos y gitanos y todos con todos, en un barrer para
casa que a uno lo deja de una pieza, gélido como espectador. Y uno debe
mantenerse al margen de eso, o enfrentarlo directamente, porque es una
aberración, sobre todo en pleno siglo XXI. Menudos, todos. Vuelvo a los del
boom, y ahora a la figura del argentino Julio Cortázar. Por la misma fecha de la espera de Mandela, la obra del autor, “Rayuela”, cumple su primer
cincuentenario, razón por la que todos los medios en este idioma le rinden homenaje, y pasa que Rayuela y su belleza siguen igual de vigentes, intactas.
¿Y por qué? Pues por lo mismo. Porque aquella novela de Cortázar posee ese
carisma explicado en una tremenda propuesta vital, un modo de vivir y entender
las relaciones humanas donde su gran revolución fue proclamar que la vida
cotidiana debía considerarse bajo presupuestos estéticos, es decir, bajo el alero
de la belleza. Y eso es clase, así de duro, así de puro. Universalidad.
Desde el nacimiento de la
revolución industrial, que sería uno de los parangones más altos para medir el
progreso, y de la mano, el desarrollo de las artes, las humanidades y la investigación
científica, parece haber sido en realidad el pistoletazo de salida para el
retroceso más grande jamás conocido, en donde casi todo se inventaría, casi
todo tendría una respuesta racional y donde no quedarían esos márgenes de duda
en ningún tipo de áreas que pudiese incentivar las ganas del ser humano para
detenerse a reflexionar sobre su propia condición, el mundo natural que le
rodeaba y las múltiples interpretaciones que cuál o tal cosa podría llegar a
tener en nuevas lecturas para la ampliación del conocimiento propio y también
grupal. En la edad post contemporánea en la que vivimos, donde la máquina y la
tecnología miran por encima del hombro a la naturaleza y en donde el ser humano
fantasea en la ilusión de acercarse a la divinidad de un dios, provocó, podrá
Usted verlo, a diario, cómo esa pérdida de contacto con la naturalidad de su
propia esencia ha provocado que en esa locura, sea el hombre el encargado, como
un animal rabioso, de destruirla sin ningún tipo de reparos, llegando al punto,
sin embargo, donde la propia naturaleza se lo permita. Y antes que a la
naturaleza, a él mismo, en una autodestrucción sea física o psicológica, podría
decirse, casi de forma equitativa. Si no es una, es otra. Esa revolución
industrial traería también consigo el nacimiento de los medios de comunicación,
que a lo largo de los años y al contrario de la lógica noble de sus existencias
y de sus caracteres educativos e informativos, serían utilizados magistralmente
por hombres aspirantes al poder para la propaganda de sus imperios, ideas y
lobotomización de las masas maquillados de entretenimiento, dejando cada vez
más de lado las otroras manifestaciones de entretención y dispersión ligadas a
la belleza y el bienestar intelectual y espiritual del ser humano. A su vez, la
infinidad de áreas de todas las ramas de las bellas artes se han visto sino
invadidas, embrujadas por las nuevas tecnologías, que cuanto menos, han
manipulado la creación al punto de convertirla en efímera, en un haz de luz o
una ráfaga de aire que pasa sin dejar registro para las generacions venideras
por su debilidad en los procesos de documentación, porque internet puede ser
una muy buena herramienta… en la medida que sigamos contando con el suministro
electríco. En caso contrario, puede que la mitad de la producción cultural de
la última parte de la historia universal reciente quede en lo que a luces se ve
que es como impronta, como palpable: nada. En eso, quizás Ray Bradbury y su
Farenheit 451 hubiesen sido un aviso de los tiempos que vivimos, como luego
Andy Warhol y toda su obra lo fueron. El aviso de lo que nuestro mundo se
convirtiría. Nada. Y es triste. Otra información visual y directa reveladora,
es el hecho de que ante la paulatina y cada vez más rápida sofisticación de la
tecnología para el abastecimiento de su consumo rápido, y pese a que los
jóvenes y no tan jóvenes caigan como retrasados mentales ante la necesidad
creada por las sofisticadas campañas publicitarias abiertas y virales de toda
suerte de compañías tecnológicas, sigan siendo, y permaneciendo como un
puñetazo sobre la mesa, las manifestaciones artísticas más colosales de la
historia de la humanidad las más vigentes. Es curioso, y por supuesto,
absolutamente explicable.
Ningún edificio de Norman Foster,
Frank Gehry, Richard Rogers o algún otro arquitecto contemporáneo, por muy
extraordinarios, enormes y opulentos que sean, levantados contra reloj con los
más sofisticados e inteligentes sistemas de construcción en los lugares más
exclusivos de la tierra, podrán jamás ser comparados ni de lejos con un
Partenón ateniense, o unas pirámides de Giza, un Coliseo romano o un Palacio de
Versailles. Ninguna pintura de Damien Hirst, Jeff Koons o cualquier coloso del
mundo del arte contemporáneo, podrá ser comparado con una tabla de Leonardo Da
Vinci, Rafael, El Greco o Diego de Velázquez. Ni ningún escritor moderno con
Miguel de Cervantes ni Shakespeare, ni ningún músico con Bach o Beethoven. Y
pese a los avances imparables de la tecnificación del mundo, siguen todos ellos
con una vigencia de hierro. ¿Por qué? Pues tan simple porque mirar, ver o
escuchar sus obras, siguen provocando en la persona que se le apriete la
garganta, se le encoja el corazón y se le humedezcan los ojos, porque sus
bellezas son de una extraordinareidad que deja sin respiración, porque a través
de ellas puedes sentir. Sentir a secas, y a secas quiere decir que aquello no
deja indiferente absolutament a nadie. Uno se pregunta por qué ellos y sus
obras tienen esa divisa incompetible. ¿Lo sabe Usted? Los teóricos del arte se
cansan de hacer correr tinta por distintas explicaciones y hacer más y más
libros, ensayos y textos y más textos e investigaciones y más investigaciones,
cuando la explicación no requiere más de un párrafo. Pues tan sencillamente
porque ninguno de ellos, además de ser todos dueños de una creatividad sin
parangón, tenían distracciones. No tenían esa tan fácil accesibilidad a tan
grandes distracciones como son la radio, la televisión e internet, ni recibían
tampoco esa fácil y gran cantidad de información, buena, regular y pésima con
la que en nuestros días a todo el mundo confunden, y confunden porque la misma
gente detrás de la radio, la televisión e internet, han nacido, crecido y
criados por la sociedad de consumo capitalista basada en esas tres mismas
distracciones, por lo que transmiten a sus contemporáneos la reafirmación de
esa misma desorientación como válida, y la defienden, y se autoconvencen y a su
vez lo retransmiten a otros, cuales apóstoles bíblicos a las palabras de un tal
Jesús. Todo eso, sumado, por supuesto, a los intereses privados de sus
propietarios, lo que vendría a resultar, todo junto, como una orgía interracial
en la Londres de los setenta luego de esnifarse un saco de patatas entero lleno
de cocaína. El que se salga de ese cuadrado es apartado, o es un raro, o es un
loco. Inadaptado. Y otra importante razón de por qué todos esos arquitectos,
escritores, artistas y músicos, hoy siguen sin tener competencia, además de la
ausencia de distracción, es por el hecho de haber entendido mejor, o de forma
quizás más cercana y sublime, a la idea de divinidad. Se acercaron más al
concepto por el que el hombre entendía la palabra divinidad. Lo divino. Lo que
está más arriba del hombre, que es lo más alto que uno conoce, porque algo más
allá, más poderoso, más radical de lo que conocemos y en los que nos gustaría
creer y nos gustaría conocer, solo nos es trasmitido a ratos y en pequeñas
dosis por la naturaleza y sus fenómenos. Y tenían el tiempo para dedicar horas
de reflexión a eso, a lo divino, y cómo a través de ellos podría ser
representada tras la contemplación de la naturelaza. Y para sus obras o piezas
utilizaron el tiempo que hiciese falta. Días, meses, años, toda una vida si era
necesario, para hacer algo según sus concepciones personales, lo más cercano
posible a lo divino, a lo trascendental. Y esa divinidad la intentaban conseguir
primero con una representación física de la naturaleza a través de diferentes
medios y soportes, y luego con la mayor prolijidad y calidad que les fuese
posible a sus propias capacidades, en una autoexigencia ilimitada. Y ahí están.
Y eso, en nuestro tiempo, hoy, es imposible de ver, en absolutamente nadie,
porque nadie le dedica ni dos horas a leer un libro, ni siquiera el tiempo que
requiere para leerse un periódico entero, pero sí se opta por dedicar horas y
horas, días enteros, meses y hasta una vida a jugar videojuegos, ver series, partidos
de fútbol, novelas y programas de entretenimiento por la televisión, más
conocida como el opio de las masas. Así, la belleza se encuentra en aprietos, y
por supuesto, los insultos a ella son coleccionables cual plomos a un álbum. Y
así vamos como vamos, y seguimos así.
La belleza tiene también una
relación de amor y odio con el fenómeno del poder, ligada a este sentido de lo
humano por acercarse a la divinidad. Cualquier hombre que detente el poder, y
logre tenerlo, genera una necesidad casi enfermiza de poseer la belleza. La
belleza nunca detenta el poder, porque ya de por sí es dueña de él, en el
sentido de ser la más alta representación de la divinidad a lo que el hombre
puede aspirar, en sí misma, por ella sola y sus representantes, porque lo
representa en toda su naturalidad. El poder per sé, por su parte, de los
hombres que lo ejercen gracias a la política y el dinero, es en lo real y
concreto, la actividad más alejada de la belleza, y eso genera angustia, porque
aunque todo lo tengas, te faltará esa llave maestra y esencial que te abre la
puerta a ese sentimiento de superioridad, de sentirte lo más cercano a un dios,
y eso únicamente lo entrega la belleza. Por esa razón los hombres y magnates
más poderosos del mundo se gastan sumas exhorbitantes y ridículas en obtenerlo,
o usar toda suerte de trucos para mantener a su lado a esos representantes de
la belleza en figura de artistas como amigos, parejas o amantes. Y se ha
repetido una vez tras otra a lo largo de la historia entera del hombre. Probablemente
sea esa la paradoja de la relación entre hombres poderosos y artistas, porque
los primeros siempre se han sentido más cercanos a los pensamientos de
derechas, por sus bienes y la necesidad de resguardarlos, y los artistas hacia
las izquierdas, por su relación con la condición de los seres humanos y su
dignidad, y es la eterna historia de un perro tratando de morderse la cola,
como quien te besa y luego te desprecia. Y es en todo esto, una de las más
fieles representaciones de nuestra propia condición de humanos, esa disposición
a lo imperfecto, que nada tiene que ver con la divinidad, ni siquiera se le
acerca. Y de nuevo, aparece la naturaleza como la única manifestación palpable
de lo divino. Y el hombre poderoso la destruye para enriquecerse y detentar el
poder; el artista la representa tratando de entenderla, y luego el hombre
poderoso desea al artista y su obra para tener la concepción interna y personal
de que puede destruirla pero al mismo tiempo entenderla, admirarla y más aun
poseerla a través de su representación en lo físico, palpable, y llegar a
creerse un dios. Es patético la verdad, pero así ha funcionado toda la vida. La
iglesia se eleva como uno de los mejores ejemplos de esta relación, y desde
ahí, los que quiera y donde quiera. La Iglesia los ha odiado siempre, pero los
necesita a ellos antes que a nadie, y ya sabe Usted por qué.
Otra de las cosas que estrecha
lazos con la belleza, directa, es el tema de la estética para su cabal
comprensión. Existen universidades que llegan a impartir esta carrera, cuando resulta
que a fin de cuentas radica en un tema de lógica y sentido común mediante la
observación. Muchos estarán en desacuerdo con esta afirmación. Dirán que el
sentido de la estética es imposible mientras el sujeto no desarrollo la
incrementación de sus niveles artísticos y culturales, por ende educacionales,
de por sí, ligados históricamente a las burguesías o clases acomodadas que por
su situación pueden permitirse el acceso a estas ramas del conocimiento. Pero
pasa que esa lógica y sentido común, se aplica cuando la persona, una vez más, a
pesar de no tener acceso a esa alta cultura, desarrolle por sí solo la
capacidad de observación, y una vez más, basándose en la información visual
producida por la naturaleza y sus fenómenos, como os contaba anteriormente. Si
ya aclarábamos que las obras artísticas más colosales creadas por el hombre
provenían de la interpretación de la naturaleza por parte de los artistas, los
no artistas, de igual forma, pueden desarrollar el sentido de la estética en
esa misma observación. El gran tema aquí, es que el normal de la gente, a
secas, no repara en ella. La falta de sensibilidad por parte de las masas y en
la última parte de nuestro desplazamiento socio-histórico, también por las
burguesías y clases acomodadas que antes que a la naturaleza, prestan atención
a las copias de las pseudo-reinterpretaciones de las propias interpretaciones
directas creadas por el hombre de ella misma, ha provocado el vertiginoso
alejamiento de esas bases fundamentales. Y continúa, alejándose cada vez más y
más llegando a convertirse en lo que a simple vista el mundo post moderno se ha
convertido: una horterada. Hablamos aquí de belleza, pero eso también se
extiende a todo el resto de las áreas de la vida, y probablemente se deba todo
al mismo motivo, a una misma raíz. A ese alejamiento de las bases
fundamentales, que es la naturalidad del humano como ser vivo, parte de esa
misma naturaleza y su relación con otros seres vivos. Volvemos al siempre
presente y siempre olvidado Rousseau. Hoy por
hoy, el hombre moderno sea con certeza el único que viva en completa soledad
respecto a la propia esencia de la vida y su relación con la flora y fauna, y
perdiendo ese sentido relacional, se ha vuelto perverso, y esa perversión,
directamente, lo imposibilitará, aunque se esfuerce en lo contrario, por
desarrollar un sentido estético. ¿Por qué? Porque simplemente es inviable. ¿Por
qué? Porque si no ves belleza verdadera, sublime, de la que tú mismo provienes,
entonces, ¿De qué sitio sacarás información para agudizar los sentidos de la
estética y de esa forma ejercitar un sentido natural de selección de la
belleza? Es imposible. Antiguamente las élites tenían el mayor desarrollo de la
estética incorporada, malamente dicho por quién os escribe, a la corteza cerebral, porque a pesar de sus
poltronas, jamás abandonaban esa relación de contemplación, admiración y
entendimiento por la naturaleza. Esas élites han desaparecido, pero han
desaparecido en el sentido de seguir existiendo y haber dado un paso al costado
en cuanto a visibilidad respecta. Antes eran personas famosas, activas de la
vida social colectiva de sus épocas y esos sentidos de estética y belleza que
exhibían de forma natural eran imitados por el resto de la pirámide social. Hoy
permanecen ajenas a cualquier atisbo de visibilidad, porque al pasar de los
años, veían como todo se iba desvirtuando hasta llegar a esos niveles burdos de
la contemporaneidad, de la que ellos son, a vista gorda, como antes y siempre, absolutamente
ajenos. Y hasta el día de hoy. Y tienen mucha razón. Con el desarrollo de los
medios de comunicación e información, junto con el avance del capitalismo,
nacieron nuevas economías globales como países en Asia, la ex Unión Soviética,
las Américas y el mundo árabe. De sus vientres, nacerían nuevas fortunas
deseosas de demostrar su capacidad productiva en la generación de riquezas, y
para ello, la vía más rápida sería a través del consumo. La aparición de la
cinematografía y el crecimiento de la magia creada por Hollywood pusieron de
repente en el campo de visión a artistas de la representación con vidas
promocionadas junto a lujos y esa élite de antaño, imagen que paulatinamente
empezó a tratar de ser imitada dada su espectacularidad y perfume de opulencia
en el aire, un poderoso inmaterial. Así, nacería y crecería una manada
incontable de nuevos ricos aspiracionales que ante la miraba gélida de esa
élite comenzarían a construir mansiones, conducir coches deportivos y
limusinas, pasear en yates, gastarse dinero en pieles y diamantes sin importar
su procedencia y volverse una secta que rendía culto al plástico en todas sus
formas, sabores y colores, y también sus deribados. Sería Andy Warhol, en mitad
de ese circo y pasando olímpicamente de esas nuevas celebridades de los mundos
populares del cine, la música y la moda, como así también del arte, la
literatura y el periodismo, el artista que a propósito, se convertiría en una
celebridad para basurearlos a todos en su cara, escupir a esa nueva realidad
del mundo y sus protagonistas en todos sus papeles protagónicos como el más alto
y preponderante personaje de la contracultura. No es raro que hoy su figura se
eleve en eslabón de carácter imprescindible para dar alguna luz en el tratar de
entender en qué se convirtió todo, esto, el mundo, las razones del por qué
sucedió, mecanismos y procedimientos sin que nadie hubiese reparado en ello. Ya
lo decía él mismo en su tiempo como una premonición apocalíptica: “En el
futuro, todos tendrán sus quince minutos de fama”…. Y así sucedió. Al mismo tiempo,
mientras los nuevos ricos vivían cegados por el modelo del sueño americano,
llevado todo a esa opulencia cinematográfica cargada de vulgaridad, en una
realidad paralela, las élites verdaderas seguían (y siguen) viviendo con
sencillez en casas y pisos normales, conducen coches pequeños y recorren el
mundo en sitios de naturaleza indescriptible en absoluto anonimato, dignos de
la discreción de todo aquel que no tiene la necesidad de demostrar nada a
nadie, y desde ahí, desde esa optimización del tiempo, dedicarlo a la
contemplación de los aspectos naturales que promueven la observación que
concluye en la absoluta comprensión estética, y por ende, a la propiedad de la
belleza, convirtiéndola en uno de sus principales patrimonios. Y pasa que esa
misma capacidad de las élites, es capaz de ser replicada, curiosamente, por
grupos tan dispares como pueblos originarios, poblados aborígenes y distintas
comunidades mantenidas en el tiempo en completa relación con la naturaleza,
también soledad, que nada tienen que ver ni con el lujo, tampoco la fama o la
alta cultura. De ahí que algunas de las obras de arte producidas más bellas y
cotizadas antes y aún hoy, provengan de personas pertenecientes a esos grupos y
la magia y sublimidad en su representación de la divinidad. Y volvemos de nuevo
a lo mismo, como si de un aparato de relojería se tratase, y a su elemento
fundamental: La naturaleza.
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