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Detenido hace meses en mi oficio
de ilustrador (por dedicarle tiempo a dos nuevos proyectos empresariales), ha
provocado últimamente un hueco tremendo en mi vida… como cuando un ser querido,
o la persona que amas con todo el corazón, se va lejos y no quiere saber nada
de ti. ¿Ha sentido alguna vez esa sensación de abandono? Es una cosa tremenda.
Y no se trata de que la inspiración se haya ido (que también suele pasar a
menudo), sino todo lo contrario. La inspiración persiste, sigue ahí,
inalterable. Simplemente, la canalizas en otra cosa, en otro mundo, aunque
aquella sensación de abandono persiste, probablemente, por saber que estás
traicionando tu verdadera vocación, que también ocurre más a menudo de lo que
uno se piensa, lo vemos a diario.
Se trata de una decisión que es
difícil, pero necesaria cuando miras a la izquierda y luego miras a la derecha,
luego al frente y caes en la cuenta de que simplemente, a la gente no le
interesa. Decidí tomar esa opción debido a la falta de interés de empresas de
diversa índole (desde la editorial hasta el retail), lamentablemente, por
pagar. Es increíble la sensación que provoca escuchar a diario a gente que
alaba tu carrera, que alaba tu ilustración, tu trabajo, que te ofrece proyectos,
un verdadero subidón al ego. Y sobre eso, el ego, uno ya sabe. Y uno ya sabe de
eso, del ego, cuando llevas quince años de carrera, con las subidas y bajadas
que conlleva (como todo en realidad), luchando en diferentes frentes donde
aprendes a llevarlo más o menos bien y salir ileso. Cualquiera que lleve ese
tiempo (o más) en la industria de la moda, lo sabe perfectamente… qué le puedo
decir. Con los años uno aprende a salir airoso de los temas. Pero, ¿qué pasa
cuando luego de quince años de carrera, los gerentes de las empresas siguen
maravillándose con tu trabajo (siendo tremendamente perceptivo cómo abren los
ojos de par en par a medida que observan las carpetas con sumo cuidado, pasando
pieza por pieza, y viendo cómo se les dibuja una sonrisa discreta en la cara,
perdidos en sus propios sueños al ver cada obra) pero a la hora de cerrar los
encargos divagan, se ven incómodos o te dicen directamente que tus tarifas son altas,
o que directamente pueden publicarte pero no pagarte?... qué haces… sonreír
educadamente, cerrar carpetas y dejar la reunión hasta ahí. O bien negociar.
El pasado 12 de Mayo, el diario “El
País” publicaba una carta dirigida a su director por parte de un lector, Arnau
Ramos Planas. Su misiva, en medio de mi paro vocacional, fue capital. En ella,
Ramos Planas le decía “Los ilustradores se han ido formando durante años, son
licenciados en Bellas Artes y muchos de ellos tienes másteres de
especialización. Aun así, los trabajos creativos continúan estando poco
valorados y la mayoría de ellos no pueden vivir de la ilustración. Las horas
dedicadas a pensar una idea, desarrollarla, hacer pruebas, elegir colores,
texturas y formas, y finalmente ilustrarla, comportan una larga jornada”. Ramos
Planas tenía razón. Me paré silenciosamente de mi escritorio y fui en búsqueda
de la edición de abril de la revista chilena “Vanidades” entre mis archivos,
donde la periodista Paula Campos había publicado un reportaje sobre mi trabajo,
recién, hace un mes atrás. Volví a leer su entrevista. En ella le contaba que
un profesor en la universidad me dijo en su momento “Aquí cualquiera puede
pintar, pero no cualquiera puede dibujar. El artista de verdad es el que sabe
dibujar”. Me lo dijo el artista argentino Ricardo Laham, ex ayudante de Emilio
Petorutti, ganador de la beca Guggenheim el mismo año que su compañero chileno Roberto
Matta, hoy, ambos, considerados los artistas más importantes en la historia del
arte de sus respectivos países. En esa entrevista le contaba también a Campos
cómo me pasé casi toda mi época de estudiante dibujando ramas de árboles para
entender cómo funcionaba la estructura de los huesos, metido en la escuela de
medicina (conteniendo las náuseas), mirando cómo diseccionaban partes de
cuerpos humanos reales para saber cómo eran por dentro y entender por qué se
ven como se ven por fuera. Lo entendía como el arte de la observación. Fue una
educación igual de capital para mí, para el otro oficio, el de periodista, y
para mi propia vida y en el cómo me relacionaba con el resto: el aprender a
callar, a observar, a analizar y después opinar, y desde ahí, al hacer, a crear.
Jamás opinar sin tener el completo y absoluto conocimiento sobre lo que estaba
hablando, que es la máxima en el oficio del periodismo. Y desde ahí, tienes la
autorización para subir el tono de voz, siempre que haga falta, aunque a veces
caigas mal o des la impresión de ser un pedante... y es importante. Principio
que en nuestros días, ya lo ve Usted, parece que a todo el mundo se le olvida,
o les da lo mismo. Es difícil.
Continuaba Ramos Planas en su
carta “Además hay que tener en cuenta el trabajo de autopromoción a través de
las redes sociales y la web personal, así como el hecho de tener que ir
comprando todo el material necesario. Las empresas, editoriales e incluso la
misma sociedad no valoramos bastante los trabajos artísticos en general. Cuando
compramos un cuento o una novela a quien se destaca es al autor o a la
editorial. Tomemos conciencia y construyamos una sociedad donde se valore la
ilustración como se merece”, concluía. ¿Qué opina Usted, sinceramente? La
teoría que saco por descarte, es aquella que tiene relación en que los grandes
directivos, esos hombres y mujeres que admiro profundamente por su capacidad de
multiplicar el dinero, que es otro arte, igualmente valorable y tremendamente
importante, simplemente desconocen ese elemento tan fundamental que es la empatía,
que proviene de la inteligencia, y que dicta relación con la mayor o menor
frecuentación de espacios culturales y a una relación directa con el arte, básico
para entablar relaciones de amistad y afecto con las audiencias, traducidas en
clientes, y eso también se extiende al mundo de la política, indudablemente. Se
trata del punto de inflexión donde se ha perdido la cercanía. No por nada
vivimos la época donde ambos, industria y política, excavan los pozos más profundos
de la desconfianza y la legitimidad. Y probablemente la ilustración es otra de
sus víctimas, como un sinnúmero de áreas, ciertamente.
La ilustración, hoy por hoy, es
una de las grandes damas del mundo contemporáneo, sobre todo en el mundo editorial
(basta ver esa relación de amor divino y enfermizo de algunas cabeceras como
TIME, The New Yorker o The New York Times, donde los estadounidenses, pese al Calígula
moderno que hoy se ubica en la Casa Blanca, siguen dando lecciones). Si no
terminan por convencerlo los cuatro párrafos anteriores, probablemente lo
convenza, estimado lector, lo que una sarta de ilustraciones provocaron el 7 de
enero, hace dos años atrás en París… supongo que lo recuerda, donde algunos de
mis mejores colegas franceses (junto a otros empleados del semanario “Charlie
Hebdo”) fueron acribillados a punta de kalashnikov en sus propias oficinas en
París por el extremismo islámico… y ahí la tenía Usted, a toda la gran Francia
con un lápiz grafito en la mano en La Bastille (desde ahí para el resto del
mundo), y a todos nosotros, los ilustradores, robusteciendo, por mil, los
archivos de la historia de la ilustración universal y la democracia, para el
bienestar de nuestros propios hijos y nietos... Bastará quizá, solo, que esos
grandes ejecutivos, esos grandes artistas de los números que admiro, caigan en
la cuenta de ello, y caigan también en lo que significa, verdaderamente, el
arte de ilustrar: nada más que La Gran Dama.
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